Néstor Kirchner convenció ayer por unas
horas a su esposa de la necesidad de presentar la renuncia a la Presidencia. Fue
el principio de la crisis en el gobierno que estalló ayer al mediodía en la
residencia de Olivos tras la derrota de la ratificación de las retenciones
móviles en el Senado. Hubo escenas de pánico entre los integrantes del gabinete
al enterarse que Cristina de Kirchner había sido convencida por su marido de la
necesidad de renunciar tras el voto negativo de Julio Cobos a quien se culpaba
de todas las desgracias del gobierno. Sólo una presión no vista hasta ahora de
parte de su gabinete y de las cabezas del Congreso logró calmar la bronca y
hacerla desistir de esa decisión.
El motor de la bronca oficial en ese momento, como es
habitual, era Néstor Kirchner. El ex presidente estaba convencido que el
rechazo de los senadores a esa ley que el gobierno inexplicablemente había
tomado como eje de su gestión era razón suficiente para pegar un portazo. Se
había olvidado ya de su promesa en el acto de Plaza del Congreso de aceptar la
decisión del Senado.
Cristina de Kirchner no estaba convencida de esa decisión de
su marido que, de hecho, recaía sobre ella misma. El cruce entre ambos no fue
tibio: «Nos vamos a casa», lanzó el ex presidente como si fuera una orden.
Ella se resistía. Más de una hora de discusiones terminaron convenciendo a la
Presidente que lo mejor era dejar el gobierno y reiniciar una campaña para
refundar el núcleo de poder kirchnerista.
En la explosión de ira no sólo cayó Cobos. Para Kirchner el
mendocino fue la punta de un iceberg que incluye otras traiciones, como los
peronistas que votaron en contra del proyecto y sobre todo los radicales K que
le dieron la espalda en el recinto. Nadie se salvó en ese panorama de
conspiración que pintaba el ex presidente.
Cuando esa decisión -que hubiera profundizado hasta el
hartazgo la crisis política que vive el gobierno- estaba tomada, entró en escena
el núcleo íntimo de los Kirchner.
Alberto Fernández fue el encargado en Olivos de intentar
desactivar esa renuncia en un diálogo con Cristina de Kirchner, mientras que su
esposo seguía insistiendo en la necesidad de dar un paso al costado, una
venganza para desarmar a la oposición y los propios que los habían traicionado.
El jefe de Gabinete consiguió «bajarle la espuma» -según
palabras de los presentes- al conflicto. Fue el encargado junto a Oscar Parrili
y al ministro del Interior, Florencio Randazzo de explicarles que el matrimonio
no podía encaminarse a un suicidio político por una derrota en el Congreso. El
diálogo fue más duro que lo que acostumbran ser las discusiones entre la
Presidente y su jefe de Gabinete. Era lógico: estaban frente a una crisis
personal de un matrimonio al que por primera vez le habían dicho que no a una
exigencia.
Le recordó Alberto Fernández que a Luis Inácio Lula da Silva
le había sucedido lo mismo en al menos dos ocasiones: cuando intentó hacer votar
el impuesto al cheque y en su más famosa reforma tributaria. La imagen resultaba
increíble: un ministro explicándole a su Presidente lo que es normal en
cualquier democracia avanzada, es decir, que el Parlamento no obedezca en alguna
ocasión un pedido del Poder Ejecutivo.
No alcanzaba, de todas formas, para calmar la necesidad de
venganza que rondaba la residencia de Olivos, pero frenó la crisis.
Entraron entonces en escena los presidentes de los
bloques de Diputados y el Senado. Miguel Pichetto y Agustín Rossi se reunieron
de urgencia en el despacho de este último y desde allí, con teléfono abierto,
hablaron con la Presidente. El tono no fue el habitual: ninguno de los dos se
animó a llegar a la protesta, pero hubo alguna exigencia para que en Olivos se
frenara esa catarsis que amenazaba con derrumbar el gobierno. Nunca, hasta ese
momento, habían hablado con un Kirchner en estos términos. Aceptó Cristina de
Kirchner que debía volver al camino de relanzar su gobierno y la convencieron de
la necesidad de armar una agenda de proyectos para, una vez más, debatir la
cuestión de las retenciones móviles pero esta vez intentando solucionar el
problema.
Rubén Rabanal