Si Karl Marx viviera —y
viviera en la Argentina— estaría tentado de completar sus famosas Tesis sobre Feuerbach
con una nueva que dijera que para los funcionarios locales no se trata
de transformar el mundo, sino de comentarlo.
Elíjase cualquiera de los gobiernos nacionales y provinciales de las últimas
décadas y se encontrarán ministros y secretarios de Seguridad criticando la
falta de seguridad, secretarios de Deportes condenando la ausencia de una
política deportiva (generalmente cada cuatro años, al regreso de la delegación
de los Juegos Olímpicos del momento) y, por supuesto, ministros de Educación y
Salud lamentando el deterioro de las áreas de las que precisamente deberían
ocuparse.
La responsabilidad de gobernar parece no parece no llevarse bien por estas
latitudes con el derecho a criticar, aunque sea a uno mismo. Pero no hay ámbito
en el que la distancia entre las palabras y los hechos quede tan puesta en
evidencia como en la Economía. Así, se puede observar en el presente que las
principales críticas a las políticas económicas de la presidenta Cristina
Fernández de Kirchner provengan precisamente de... Cristina Fernández de
Kirchner.
En su reciente visita al Brasil, la presidenta hizo pública su "envidia" hacia
los empresarios de ese país, cuya dinámica emprendedora parece superar con
holgura a la de los argentinos. Cuesta creer que todos los empresarios de un
país se pongan de acuerdo en ser mejores y que todos los de otro se empecinen en
ser peores, a no ser porque en cada caso se desenvuelvan en determinado contexto
político y económico que así lo determine. Por caso, la ausencia de una política
en materia de televisión digital muestra a la Argentina en inferioridad de
condiciones respecto del resto de los principales países de la región, y no
precisamente por una falla de sus empresarios. Fue el Gobierno brasileño —no sus
empresarios— quien se tomó el trabajo de decidirse por una de las tres normas en
danza. Con el contexto establecido, de este lado de la frontera sólo quedará
envidiar en un futuro no muy lejano a los empresarios brasileños del sector. Es
lógico, ya cuentan con las normas (digital y política) a las que atenerse. No
hay nada intrínsicamente malo o bueno en la clase empresaria de un país y la
propia Cristina tuvo la oportunidad de comprobarlo —y demostrarlo— en su visita
a Recife. Allí fue a inaugurar un emprendimiento energético... de un empresario
argentino con tecnología argentina. Lo único no argentino fue el contexto:
Brasil es un país que, al margen de los cambios de gobierno, garantiza reglas de
juego para la inversión de capitales.
Si la presidenta hubiera tenido tiempo de trasladarse al Consulado argentino en
esa ciudad brasileña, podría haber reparado que se emplaza en un monumental
edificio. Es el de la Superintendencia de Desarrollo del Nordeste (SUDENE) que
en el último medio siglo, más allá de sus adversidades burocráticas, posibilitó
que Recife se convirtiera en un polo industrial de envergadura. El pernambucano
Lula lo sabe y, por lo visto, Pescarmona también.
Pero no es el único caso en el que lo que se critica termina siendo obra del
propio gobierno que se encabeza. Días atrás, la presidenta intentó relativizar
el reclamo del secretario general de la CGT, Hugo Moyano, referido al impuesto a
las Ganancias y la Tablita de Machinea, creada en la gestión de Fernando de la
Rúa y ratificada por todos sus sucesores. El argumento utilizado fue que los
salarios de los trabajadores eran tan buenos que hasta tenían que tributar
Ganancias. Una forma muy sutil de invertir los términos de la ecuación: los
camioneros pagan Ganancias porque la inflación (real) acumulada en los últimos
siete años dejó al mínimo no imponible en niveles bajísimos. Tan bajos que hasta
el sueldo de un camionero lo supera.
Las contradicciones entre hechos y palabras también quedan puestas de manifiesto
con otros aspectos de la política impositiva. En reiteradas ocasiones desde el
propio Gobierno se cuestiona que son los trabajadores —en tanto consumidores—
los que deben soportar la mayor carga al tener que pagar un IVA del 21 por
ciento. Dato absolutamente cierto que lleva implícita una pregunta obvia: ¿por
qué en cinco años no bajaron la alícuota? ¿Por qué en cada conferencia en la que
se presentan crecimientos de la recaudación de más del treinta por ciento anual
los funcionarios de turno responden invariablemente que "no está en estudio una
reforma impositiva"? El conflicto con el campo desencadenado en marzo de este
año vino de la mano de la demonización de la soja por parte de la presidenta y
sus colaboradores. Este es quizás el punto en el que el discurso y la acción
están más separados que en ningún otro: no hubo gobiernos en los que se haya
impulsado más la producción y exportación de soja que los de Néstor y Cristina
Kirchner. Ni gestión económica que haya dependido más del consabido "yuyo", a
juzgar por la composición de los superávits gemelos que dan sustento a la
política oficial. En otras palabras, sin soja los gemelos serían deficitarios.
En este caso, los comentarios oficiales acerca de "agregar valor a las
exportaciones" no pueden ir más en contra de la realidad: dos de cada tres
dólares exportados corresponden a materias primas y "manufacturas de origen
agropecuario", denominación que engloba principalmente a aceites y pellets
de
oleaginosas. La lista de discursos oficiales con críticas a las propias
políticas de gobierno podría extenderse. En todos los casos, habrá que dejar en
claro que la responsabilidad de los gobernantes es transformar la realidad, no
comentarla.
Marcelo Bátiz