Habitualmente se asocia la expresión
clientelismo al intercambio de bienes de primera necesidad por votos. De esta
manera se produce un intercambio de favores entre una persona que coloquialmente
se denomina "puntero" y otra que se convierte en "cliente". Algunos analistas
estiman que estamos simplemente frente a una forma más de asistencia social.
Opinan que si sirve para obtener votos es debido al reconocimiento de una
actuación política acertada. Sin embargo, como argumentaremos a continuación, el
clientelismo es una práctica inaceptable, sumamente perjudicial para el
funcionamiento de la democracia y es la causa determinante del fenómeno de la
corrupción.
La práctica del clientelismo se remonta a la antigua Roma, en
donde el pater familiae ejercía un patriarcado amplio que abarcaba no
sólo a los miembros de la familia, sino a ciertos hombres libres denominados
"clientes". Estos aceptaban someterse a la influencia de un hombre poderoso para
recibir a cambio el usufructo de tierras o protección policial. Se mantuvo en
la Edad Media en el acuerdo entre el poseedor de un castillo y los vasallos que
trabajaban las tierras de su señor y le prestaban ayuda militar en caso de
necesidad.
Con el advenimiento de la Revolución Industrial se fueron
eliminando las formas clientelares propias del feudalismo. No obstante, con la
incorporación del voto popular, la costumbre de la "compra del voto" sobrevivió
en algunos países hasta nuestros días. En la mayoría de las democracias
modernas, sin embargo, estas prácticas fueron erradicadas cuando se introdujeron
reformas legales y el conjunto de la clase política acordó preservar a las
estructuras del Estado de la influencia de las políticas clientelares.
Si adoptamos una definición amplia del clientelismo y
entendemos que abarca no sólo el intercambio de bienes o favores sino también la
incorporación a los presupuestos del Estado, como personal contratado, de una
extensa red de punteros, veremos que el fenómeno es muy amplio. En el caso
extremo, entraría también dentro de la definición la cooptación de intelectuales
o dirigentes de fuerzas partidarias de la oposición, a quienes a cambio de su
adhesión incondicional, se le ofrecen cargos públicos con jugosas retribuciones.
Las consecuencias de estas prácticas, como se puede observar actualmente en
Argentina, son letales para el ejercicio de la democracia y provocan una grave
ineficiencia en el funcionamiento del Estado. La incorporación indiscriminada de
personas a la Administración pública, cuyo cometido está completamente alejado
de la función asignada, y que dedican la mayoría de su tiempo al cultivo de la
red clientelar, es causa de grave ineficiencia del aparato estatal.
En cuanto al funcionamiento democrático, se establece una
enorme desigualdad entre el partido que está en el poder y los otros. Al
utilizar desenfadadamente los recursos públicos (medios de transporte,
publicidad, etc.) para una campaña política permanente, basada en la
inauguración cotidiana de obras públicas, el partido oficialista corre con una
enorme ventaja. Todas estas prácticas, que son tan habituales en Argentina, al
punto que se han incorporado como hechos normales que ya no llaman la atención,
han sido erradicadas en las democracias avanzadas. Todos los países que han
iniciado procesos de desarrollo exitosos lo han conseguido a partir de preservar
las estructuras del Estado de este juego político miserable.
La presencia exclusiva en el Estado de funcionarios de
carrera, elegidos por procedimientos objetivos de selección, es la mayor
garantía de una actuación imparcial. De este modo se evitan las intervenciones
públicas arbitrarias que son las que dan lugar luego al fenómeno de la
corrupción. Por consiguiente, lejos de disculpar con eufemismos las prácticas
clientelares, los ciudadanos que apoyan las políticas progresistas deben
reconocer la estrecha relación que existe entre clientelismo y corrupción. Ambas
prácticas están inextricablemente unidas, y si consentimos la primera,
inevitablemente, aunque nos neguemos a verlo, estamos propiciando la segunda.
Aleardo Laría