Sheldon Wolin es considerado uno de los
intelectuales más prestigiosos de los Estados Unidos. Profesor emérito en la
Universidad de Princeton, su obra no es muy abundante. En 1960, salió a la luz
su clásico "Política y perspectiva" y, desde entonces, ha escrito numerosos
artículos sobre temas propios del debate politológico.
Pero ahora, a sus 86 años, acaba de publicar un ensayo
impresionante —"Democracia SA" (Editorial Katz)— una crítica descarnada de la
democracia estadounidense.
La tesis central del nuevo libro de Wolin es que el
sistema político actual de los Estados Unidos se está deslizando
imperceptiblemente hacia una forma novedosa de totalitarismo, que denomina
"invertido".
A diferencia de los totalitarismos "clásicos",
representados por la Alemania nazi, la Italia fascista o la Rusia estalinista,
el totalitarismo invertido representa un rumbo que se aleja del imperio de la
ley, del igualitarismo y del debate público, para acercarse lo que también
denomina "democracia dirigida". Como bien aclara Wolin, su tesis no es que el
sistema norteamericano sea una réplica de la Alemania nazi. Sólo se introduce la
referencia a la Alemania de Hitler para recordar cuáles fueron los parámetros de
un sistema de poder que invadió otros países, justificó las "guerras
preventivas", reprimió toda oposición en el ámbito local y estaba abiertamente
decidido a dominar el mundo.
Esos parámetros sirven para poner en evidencia las tendencias
totalizadoras que se oponen a los principios de lo que debe ser una democracia
constitucional. Justamente, hay inversión porque el sistema produce un número
significativo de acciones que suelen asociarse con su antítesis.
Los regímenes totalitarios clásicos fueron básicamente la
creación de líderes carismáticos que movilizaron de forma oportunista a las
multitudes. El "totalitarismo invertido" no tiene un "Main Kampf" como fuente de
inspiración. Es un conjunto de prácticas emprendidas sin conocer sus
consecuencias a largo plazo. Un sistema que llega al éxito alentado por la falta
de compromiso más que la movilización, que se apoya en los medios de
comunicación privados más que en las agencia oficiales y reposa en el creciente
poder de las corporaciones económicas y de los lobbies que cooptan las
instituciones legislativas.
Tras el 11 de septiembre, el ciudadano estadounidense fue
impulsado al reino de la mitología, con el argumento de que fuerzas ocultas se
empeñaban en destruir el mundo libre. El mito no hace inteligible el mundo,
sólo lo hace dramático. En el curso del relato mítico, los héroes alcanzan
ciertos privilegios que le permiten emprender acciones sangrientas y
destructivas —como lo prueban las víctimas civiles en Irak— que les están
negadas moralmente a los demás.
Lo mítico se nutre también de otras fuentes, como es el mundo
imaginario creado y recreado continuamente por los medios. La guerra es un juego
de acción que se juega en el living viendo la televisión, pero no se experimenta
verdaderamente. Cuando los que toman decisiones se convencen a sí mismos de que
las fuerzas de la oscuridad poseen armas de destrucción masiva o de que su
propia nación está privilegiada por un Dios particular, se produce una
desconexión entre los actores responsables y la realidad.
Según Wolin hay cada vez más ciudadanos de los EE.UU. que "ya
no reconocen su país". Se quejan de la guerra de anticipación, del espionaje
interno, del uso generalizado de la tortura y de una costosa expansión militar
con setecientas bases en el extranjero.
Como dando razón a sus palabras, las primeras decisiones del
flamante presidente Obama han ido dirigidas a terminar con esas prácticas
incompatibles con un Estado democrático. Como señala Wolin, hay que recuperar la
democracia para que no parezca que ha sido suprimida.
Aleardo Laría