Es tres de abril del 2004, una fecha. Pasada las 12, una definición del tiempo,
Panamá, el lugar. La historia es Marlon Brando, uno de los famosos de
Hollywood, más allá de la vulgaridad del éxito. Otros habitan ese nido de
ratas. Retirado en su mansión, cumple los inalcanzable 80 años, en un retiro
que huele a funeral.
El tranvía llamado
deseo del más allá comienza tocarle sus pitazos. Brando tiene diabetes y una
afección pulmonar.
Son los últimos
tiempos de un ídolo, rudo, hosco, ermitaño, un actor de primera línea, que
caracterizaba con realismo y crudeza a sus personajes.
Se ha esfumado todo
el pasado, sólo queda el celuloide. Se le vio en silla de ruedas hace unos años,
absolutamente olvidado por el tiempo. Era otro, sin duda, la enfermedad acabó
con una de las caras más impactantes del cine norteamericano. Nunca necesitó
presentación, porque llegó al escenario para no bajarse más de allí.
La
tragedia de su hija e hijo, envuelto en el crimen del novio de la hermana, fue
una viga demasiada pesada para sus hombros. Nunca se repuso de ese golpe que
llevó a su hijo a la cárcel. Ya no era el roble de su juventud.
Hombre apasionado,
tuvo 11 hijos con distintas mujeres, matrimonios y amantes. Todo ese mundo
social lo fue envolviendo en demandas, problemas, que le acorralaron económicamente.
Siempre se habló que era multimillonario. La enfermedad le ha cobrado otro
tanto.
Muchos
lo recordamos en Motín Abordo, en una isla paradisíaca del Pacífico
Sur, que compró, y donde vivió un
romance real con la protagonista, la tahitiana,
Tarita Teripia, que enamoró y tuvo un hijo con Brando.
De eso, hace cuatro décadas, la época dorada del actor, y
ahora, dicen, vive tiempos de necrofilia, ordenando sus cosas antes de morir.
Sus cenizas irán a esa isla. Allí aún vive su amada tahitiana con su hijo.
Marlon Brando ha pasado
ala historia por casi todas sus películas. El Padrino
fue célebre, como El último tango en París. Siempre su
sello.
Esta crónica podría llamarse el último tango de Marlon
Brando, pero pienso que seguirá bailando más allá de su último viaje a Tahití.
Lo
que dejó en la pantalla, en cada escena, fue su impronta, personalidad, su
mirada personal al mundo, la gente, las cosas. Vaciaba el alma en cada gesto,
detalle, comprometía el cuerpo hasta el último rictus, simplemente se la
jugaba tal y como era, con audacia y también la ternura necesaria.
También se le recordará por su defensa a los indígenas.
Rolando Gabrielli