Durante buena parte de las décadas del 70 y 80, existió un programa televisivo que marcaba el pulso político de ese decenio turbulento. Aún bajo el férreo y asesino Proceso, Tiempo Nuevo era una de las principales usinas del pensamiento neoconservador. Bernardo Neustadt y Mariano Grondona eran los encargados de bajar esta línea, constituyendo un dúo que se complementaba como anillo al dedo. Mientras que Bernie oscilaba entre el polemista y el panegirista a sueldo, Mariano siempre posaba de aplomado profesor universitario, amante de la civilización helenística.
Obviamente que durante la dictadura militar este dúo inefable se contaba entre sus más entusiastas panegiristas, invitando habitualmente al programa a sus siniestros personeros. Uno de ellos, a quien profesaban una dilecta admiración, no era otro que el inefable ministro de economía José Alfredo Martínez de Hoz. Cada vez que Joe De Hoz concurría a Tiempo Nuevo, los dos conductores lo idolatraban y asentían a cada concepto vertido por éste. Uno de los cuales, al que Neustadt adhirió fervorosamente, era “achicar el Estado para agrandar la Nación”.
Derrumbado el Proceso, luego de la aventura bélica del lipsómano general Galtieri, Tiempo Nuevo siguió utilizando esa técnica de punta de lanza durante el gobierno interruptus de Raúl Alfonsín. Esta vez con el totémico gorila ingeniero Alvaro Alzogaray, se desgañitaban contra el gobierno radical por apelar al odiado “populismo” que era garantía de ineficiencia y atraso.
Una de las metáforas a la que siempre apelaba Bernie, que era la favorita de Alzogaray, era la comparación del Estado nacional argentino con un torpe elefante blanco, que se desplazaba en un bazar.
Producido el divorcio de la pareja Neustadt-Grondona, en los albores del menemismo, Bernie siguió al frente del programa mientras que Mariano erigió su unipersonal denominado Hora clave.
Carlos, el mejor alumno
Con el entonces patilludo Carlos Menem en el poder, Bernardo pasó de una desconfianza a un amor sin límites después, al comprobar que el riojano más famoso cumpliría a rajatabla el evangelio que él había bregado desde hace casi 20 años.
Con creces, Menem aprobaría el programa diseñado por los herederos de Martínez de Hoz. Como se vio en un análisis anterior, sólo le bastaron diez años para transformar de manera feroz la economía, en un período en que la clase asalariada perdió todas las conquistas sociales logradas en el siglo XX. En nombre del “pragmatismo” y el ingreso al Primer Mundo, Menem borró, a golpes de decretos de “necesidad y urgencia” , el complejo entramado de leyes sociales que desde 1945 llevó adelante Juan Domingo Perón.
En nombre de esa falacia, el Estado Nacional fue desguazado y rematado al mejor postor. Sólo se le asignó una función de represión, era el encargado de romperle la cabeza a aquellos díscolos que quedaron afuera de la fiesta menemista.
Sí, fue un banquete para pocos en los que se rifó el destino de millones. Así lo vio José Pablo Feinmann, en una nota publicada en Página 12 lunes 25 de octubre de 1999:
“Hace unos años, en pleno apogeo de la cultura política menemista, una funcionaria de nombre Adelina de Viola dijo una frase que luego Roberto Cossa citó en una excelente nota y que no olvidé desde entonces. Dijo esta señora: “Yo quiero un país en el que ser argentino sea negocio”. La identificación del país con un negocio define a la cultura política del menemismo.
Se trató de una bandada de personajes que se arrojaron sobre la Argentina con, por decirlo así, uñas y dientes. El país era un negocio y había que explotarlo. Pocas clases tuvieron conciencia de la inmediatez, de la urgencia de hacer las cosas, ya que las cosas no duran para siempre. Sobre todo, el poder. Cuando se lo tiene hay que aprovecharlo. Se instauró la metodología del camino corto. De este modo, todo se volvió vertiginoso. Todo se volvió deslumbrante. Había que trepar, trepar rápido, rapiñar hondo, divertirse porque la sensación de impunidad lo permitía, porque la certeza del negocio fácil e impune era desbordante. El país se volvió divertido porque el espectáculo de la alegre banda y sus fiestas y sus negocios y sus revistas y sus casas y sus coches y sus mujeres y sus lolitas y su farandulización de todo lo existente era tan colorido, tan burbujeante, que era inevitable no sentir que se asistía a una superproducción, a una megafiesta, a un derroche sin fin.
Pero la bandada no había hecho sino obedecer a la estética destilada por el jefe de todos los jefes. Pocos presidentes han sido más divertidos que Carlos Menem. Jugador de fútbol, tenista, golfista, automovilista y bailarín entre tantas virtudes para el entretenimiento. Si algo no fue, fue ser aburrido.
Esta vocación para el vértigo desató una estética inmediatista entre sus seguidores. Entre quienes lo seguían desde el poder. Cuando Barrionuevo dijo eso de los dos años, sabía que los dos años que venían serían los del despojo, del saqueo. Por eso, si dejaban de robar “esos” dos años los que la bandada menemista había decidido aprovechar hasta los extremos. Esta urgencia, esta desesperación apropiadora que parecía responder al imperativo “ahora o nunca”, entregó un vértigo inusitado a la cultura política. La corrupción es la cultura política de la espectacularidad. En un país sometido a la corrupción pasan cosas todos los días, cada hora, minuto tras minuto”.
El hombre que pretende ganar en la segunda vuelta electoral del 18 del mayo, fue el responsable directo de toda esta locura entreguista; fiel continuación de la política depredadora iniciada luego del golpe de septiembre de 1955
El mismo que, antes de asumir en 1989, se autoproclamó el heredero de Perón, para luego otorgarle el ministerio de economía a la Bunge & Born primero y a Domingo Caballo después, fue quien besó en la mejilla al nefasto almirante Isaac Rojas, e indultó a los militares genocidas de la dictadura.
Por todo esto, Carlos Menem nunca más. Apriete el botón del inodoro, para que el domingo 18 vaya a parar directamente al basurero de la historia.
Fernando Paolella