Cuando Cristina Fernández de Kirchner dijo el viernes, en el Alto Valle del Río Negro, "algo de confianza me tienen que tener..." y puso como ejemplo su condición de piloto de tormentas que llevó a superar al país la crisis internacional que para ella es, junto a la oposición y los medios, la gran culpable de los males argentinos, estaba dando en el clavo sobre un punto que es parte sustancial de los gravísimos crujidos institucionales que se han vivido a full, particularmente durante la última semana, en el Congreso y la Justicia.
La adolescencia que están mostrando los políticos opositores para acomodarse a la nueva situación en el Congreso, las intromisiones flagrantes de un poder sobre otro y sobre todo la devaluación ante la sociedad de la palabra de la Presidenta, que movilizó a Cristina a tan maternal reproche, parecen ser nada más ni nada menos que el colofón de una siembra de vientos que ha barrido en pocos años con el valor esencial del apego a la Ley que necesitan las sociedades para tener un marco de convivencia que las proyecte económica y socialmente, lo que ahora recoge como un boomerang y con grave patetismo la frase presidencial.
La desconfianza social que hoy se vive hacia las cosas que hace o propone el Gobierno en materia política y económica no es para nada parte de una conspiración como suele creer su marido, ni tampoco se debe a su condición de mujer, como ella misma lo volvió a referir en ese discurso. El problema tiene su génesis quizás en muchísimas acciones al margen de la legalidad que han sido toleradas desde el poder, cuando no propiciadas, desde 2003 a la fecha, acciones que han cambiado de cuajo un sistema de valores, por otro que directamente minimiza la Ley.
La tolerancia irrestricta a los cortes abusivos de calles o rutas, la política de no criminalización de la protesta, las fábricas recuperadas y su panfletario aliento, la discriminación que alienta la Ley de Medios, la connivencia oficial con las barras bravas y muchas circunstancias de relajamiento garantista de la Justicia que determinan que haya cada día mayor relación entre las drogas y la delincuencia que nutren la inseguridad ciudadana, son emergentes duros de un sistema que de arriba para abajo engaña con el Indec, usa al Consejo de la Magistratura para presionar a los jueces o a la televisión pública para denostar a los opositores y quiere hacer creer, después de tanta prédica en contrario, que ahora es bueno pagarle a los fondos buitres con las reservas que el comercio exterior ha sabido conseguir. En este aspecto, la maltrecha opinión pública percibe que el discurso oficial tiene siempre un tono regimentado muy poco proclive a reconocer algún error o a desandar caminos como una forma de reparar daños y en esa supuesta fortaleza de objetivos hay una buena dosis de debilidad, proveniente de su incapacidad para avanzar en consensos o en formalizar acuerdos duraderos.
En sustancia este ha sido el mensaje de la Iglesia a los tres poderes, cuando en su Documento les ha pedido a todos que no se "victimicen" ni procuren sacar "ventajas sectoriales", y que apunten a "recrear las condiciones políticas e institucionales que permitan superar el estado de confrontación permanente que profundiza nuestros males".
En materia de estricto manejo político, los obispos le han advertido a la Presidenta, al Congreso y a la Corte que "cuanto mayor es la calidad institucional" más fácil será ocuparse de la pobreza y de la exclusión, al tiempo que se han ofrecido como convocantes de un diálogo fecundo. En contrapartida, bajo su propio prisma y con el ánimo de no regalar nunca ni un centímetro, Cristina acaba de aleccionar a los legisladores del Frente para la Victoria en Olivos, diciéndoles que es verdad que hay que "dialogar con todos", pero que si ese diálogo "pasa por tirar abajo las bases de un modelo, eso ya no es racional". Pero además de estos problemas propios que se pueden describir como de cierta tozudez ideológica, los detractores le endilgan al discurso gubernamental una serie de falacias, sobre todo las que se refieren a la economía, algo que, por prevención, el grueso de la sociedad no demasiado entendida tampoco parece comprar.
Por estos días de bolsillos preocupados, es más que probable que la memoria le esté soplando en la nuca a la gente que se podría estar en el comienzo del ciclo recurrente de deterioro que en los últimos 60 años han provocado los militares y políticos de toda laya, cada vez que hicieron la fácil de usar el dinero de la emisión de billetes o de deuda para tapar su impericia. Todos saben que ese proceso luego explota vía precios. La velocidad inflacionaria de los últimos meses, que no es mediática ni empresaria y que desde el reconocimiento oficial se niega a rajatabla, le ha sumado nervios a la población que se ha empezado a cubrir comprando mucho o en cuotas fijas, mientras espera que sus salarios mejoren nominalmente. En cuanto a la situación fiscal, está claro que hoy el superávit ya no existe más, salvo en la presentación de las estadísticas y que el rojo se ha originado por el exceso del gasto público. Está claro además que la necesidad de contar con las reservas para cerrar ese bache fiscal que el edulcorado Presupuesto 2010 aprobado en noviembre pícaramente no mostraba, aunque algunos gastos como la Asignación Universal por Hijo se comprometieron después, poco tiene que ver con la política de desendeudamiento que se declama y mucho menos con el propósito de ahorrar intereses para tomar plata fresca que, por otra parte, nadie le presta hoy a la Argentina a tasas de bajo riesgo.
Tras tres meses de desgaste por haber equivocado el instrumento (DNU en vez de Ley), el discurso oficial sigue señalando que el uso de reservas implicaría que el BCRA deje de percibir medio por ciento anual por su colocación internacional, mientras que el costo para el Tesoro al tomar nueva deuda de reemplazo estaría ubicado en 15% al año, lo que ahondaría el déficit fiscal. Sin embargo, casi ese mismo costo lo debería pagar el Central para absorber los pesos que se emitan para recomprar esas reservas, con lo cual se estaría recreando el déficit cuasifiscal de los '80.
Después está la cuestión de las provincias que, de a poco, han empezado a mirar con cariño los recursos que digita la Nación, con el doble propósito de recuperarlos de modo más directo y de empezar a romper la lógica unitaria de la política fiscal del Gobierno, pero sobre todo su uso discrecional como disciplinador de gobernadores. Este fue el sentido de la reunión en Olivos con los legisladores, para bajarles una clara línea de defensa a la centralidad kirchnerista, algo que muchos diputados y senadores estarían dispuestos a tolerar hasta ver qué pasa con el Presupuesto 2011, año de elecciones y de realineamientos. En ese sentido, la prueba que se está haciendo con la coparticipación de los recursos del impuesto al Cheque, que la Nación dice que le costará $ 10.000 millones, pero que otros cálculos bajan a la mitad, es una cabecera de playa de las administraciones provinciales para golpear al Gobierno por el lado de la caja. No fue ocioso el ofrecimiento que Néstor Kirchner le hizo a un grupo de gobernadores de hablar de una nueva Ley de Coparticipación, tal como lo manda la Constitución de 1994, tema que reflotó Cristina en Olivos, aunque los viejos zorros de la política suponen que puede ser un anzuelo, porque si no sale en 2010, dicen, es más que difícil que se pueda tratar en un año electoral.
El panorama oficial se complica porque la misma Presidenta ha avanzado en el blanqueo de que no está la idea de retroceder ni un ápice en materia de gasto, tanto que ha reivindicado la política del no ajuste, más allá de que le ha hecho un ofrecimiento más bien ladino desde el punto de vista del marketing a la oposición: "porque si alguno de ellos tiene una idea mejor y menos costosa para pagar la deuda, que no sea el ajuste. Si quieren ajustar que vuelvan ellos, pero yo no", señaló.
Finalmente, en este tema la trampa es para la Presidenta, ya que de modo indirecto está perjudicando al sector más pobre de la población, el mismo que hoy ha quedado como la gran base de sustentación electoral del Gobierno, salvo que se lo compense con más dádivas o subsidios. Está bien que Cristina haya decidido hacer una cesura con la clase media ("terminaron siendo funcionales a proyectos políticos que finalmente las terminaron devastando", explicó), pero en cuanto a mostrar la palabra "ajuste" como un cuco, quizás no haya tomado en cuenta que no hay ajuste de los deteriorados números fiscales más dañino para los sectores de menores ingresos que la mismísima inflación. El gasto público se puede licuar, pero le sucede lo mismo a los ingresos fijos, cuanto más chicos peor y esto es lo que esconde la bravata presidencial. Luego está el canje de la deuda, que podrá ser un paliativo que ayude a la inserción en los mercados a tasas menos gravosas, pero nunca un síntoma de desendeudamiento. Lo que los mercados celebraron en la semana, con subas de bonos que provocaron una baja en el Riesgo-País que la prensa más cercana al Gobierno celebró como un gran triunfo, fue nada más que eso, un festejo de los expertos sobre la posibilidad de ganarse muchos dólares, sobre todo si el canje sale a valores de U$S 48.
Todo lo que ocurrió fue una cuestión de conveniencia y no implica para nada la opinión de los inversores sobre el futuro de la economía. Los bancos que están a cargo de llevar adelante el canje han sido los principales interesados en que avance la cuestión y de allí la presión que ejercieron ante las autoridades regulatorias de los EEUU para que acepten las explicaciones del gobierno argentino. La fórmula de transacción con el Indec fue poner que "algunos analistas no dicen lo mismo con respecto a la inflación" y que los inversores se hagan cargo del riesgo. Así, esos bancos cobrarán sus comisiones, lo que no se ha explicitado aún y ha dejado abierta la puerta a las especulaciones de que el precio contenga algún resarcimiento extra para los intermediarios que, además, ya no pondrán cash aquellos U$S 1.000 millones con se inició todo el proceso. En la decisión de los compradores de ocasión de la semana no existió ningún componente que tuviera en cuenta otros factores más que estas circunstancias, ya que pocos le prestaron atención a los violentos ruidos que hubo entre el Congreso y la Justicia y menos entre los legisladores oficialistas y opositores. Suele decirse con cierto grado de razonabilidad que la Ley no es lo que es, sino lo que interpretan los jueces, aunque ya se ha visto que cuando las leyes se dejan en manos de la interpretación de los profanos, incluida la prensa, es mucho peor, porque se siembran más dudas y resquemores. Quizás sea hora de que la Corte diga algo bien profundo al respecto, para ponerle un manto de cordura constitucional a tan complicado garabato.
Hugo Grimaldi
DyN