Si algo no puede negarse al kirchnerismo es astucia. Con su frontal ataque al "monopolio" comunicacional ha logrado ocultar el montaje del más sólido y eficaz aparato propagandístico que cualquier gobierno haya tenido después del peronismo del primer período.
Contra la obviedad de las tapas de los diarios, los editoriales y las opiniones explícitas de columnistas, comprendió que no es allí donde está el verdadero poder propagandístico. Construyó de esta manera un sutil y velado aparato comunicacional, tanto más poderoso cuanto más oculto es. Los supuestos éxitos del gobierno son mucho más el producto de la eficacia de este mecanismo para imponer un relato que de su realidad.
Este relato se construye alrededor de una vieja y sencilla idea: la de la repetición sistemática de unas pocas consignas sencillas y afirmaciones definidas por su utilidad antes que por su veracidad capaces de ser tomadas y repetidas por cualquier hombre común e incluso por opositores.
La punta más visible de esta pirámide comunicacional es el polémico "6, 7, 8". Es una ingenuidad creer que este programa está dirigido al público común para exponer otro punto de vista que compita con el del "monopolio". No le importa el rating. Está dirigido a la militancia, a los periodistas amigos y a un difuso pero sistematizado grupo de reproductores. Es la fuente que unifica el discurso y desde donde se derrama el estructurado relato del poder.
Su estructura repetitiva de consignas, la insistencia en los temas y enfoques "del día", la fijación de los blancos a los que hay que dirigir los dardos y la información que debe ser reproducida están evidentemente dirigidas a un complejo y difuso universo de intermediarios en la comunicación.
Ese universo tiene algunas expresiones visibles como los programas al estilo de Víctor Hugo Morales y Liliana López Foresi, los noticieros de los canales amigos o diarios financiados por el gobierno. También programas menos ortodoxos, al estilo de "Duro de domar" o "TVR", que incorporaron el formato de la tevé cholula a la política.
Pero a partir de este nivel ya comienza a perderse lo obvio y a jugar lo novedoso del modelo comunicacional, donde reside su verdadero poder.
Una parte de ellos es, paradójicamente, un conjunto muy variado de periodistas que están en los medios "monopólicos". La presentación de los medios como emisores de la palabra de la empresa oculta la diversidad de periodistas que, por convicción o ingenuidad, son difusores de las consignas oficiales. La presión constante y brutal, además, contra los "empleados" de los medios monopólicos tiene con seguridad el efecto de que muchos de ellos concedan, aun inconscientemente, los puntos de vista del poder.
Un periodista que en medio de un artículo crítico desliza, casi al pasar, "lo notable de la presencia juvenil en el sepelio de Kirchner" ya está trabajando para el aparato oficial. Son ellos, junto a dirigentes opositores que caen en la trampa, los que han permitido que se instalaran verdades a medias o directamente imposturas, como las de que el kirchnerismo sacó al país de la crisis económica, que posee una política de derechos humanos, que existe un modelo distributivo o que designó una Corte "de lujo".
Esta presencia del discurso oficial en los medios "opositores" tuvo su más rotundo éxito en la cobertura del sepelio. Allí se instaló universalmente la visión de los hechos generada en las usinas oficiales y se logró construir el asfixiante ambiente en el que era imposible decir algo distinto del relato oficial.
A partir de acá el aparato comunicacional empieza a discurrir por otros carriles. Uno de ellos es la organizada incorporación de los artistas. Su uso ya no es la de ponerlos como candidatos, como en la década del 90, sino el de utilizar su presencia mediática para dar respaldo a la historia oficial. Muy junto a ellos aparece la cohorte de los intelectuales, encolumnados por intermedio de Carta Abierta y una fracción no menor de universitarios.
Y finalmente está la disciplinada y repiqueteante reproducción que hace la militancia de las consignas obsesivamente remarcadas en "6, 7, 8". Esta reproducción se realiza por muy diversos medios, desde el contacto personal hasta la legión de bloggers y participantes de las redes sociales, no importa si son pagos o no, que machacan hasta el cansancio el puñado de consignas y de datos que estructuran el discurso. Repite, repite, que algo quedará.
Artistas, dirigentes, periodistas, intelectuales, militantes, no casualmente los obligados invitados de cada día en "6, 7, 8", se ven en conjunto como un disciplinado ejército de legionarios que repiten incesante e incansablemente las mismas consignas, las mismas fórmulas, el mismo sermón que deberá convertir a los infieles.
El éxito de esta maquinaria está definido por la capacidad que tenga de superar el círculo de militantes y aliados. Esto sucede cuando el público común comienza a repetir ingenuamente, por sentirlo en el ambiente, las mismas consignas, considerándolas como evidentes simplemente porque las dice todo el mundo. Ya aquí está oculto que son parte de un discurso sistemático y organizado. Allí donde las ideas son anónimas, tan evidentes que no vale la pena siquiera reflexionar sobre ellas, cuando se escucha en el bar, en la panadería, en la escuela o entre los amigos, es cuando el aparato comunicacional al servicio de un discurso ha triunfado. Cuando se llega a eso cada uno de nosotros se convierte en el más eficaz agente de reproducción del discurso oficial.
Hay en este montaje una evidente influencia de las teorías gramscianas acerca de la construcción de un discurso "contrahegemónico". Lo notable es que se ha invertido la relación: no se trata, como en Gramsci, de la creación de un discurso de la sociedad civil independiente del Estado sino de un discurso que brota del poder del Estado para conquistar a la sociedad civil.
Para poder efectuar semejante inversión es que se construyó el enemigo Clarín. El objetivo del ataque contra "los monopolios de prensa" es la llave del montaje propagandístico: para que esta estrategia gramsciana sea exitosa es necesario que se presente como discurso contrahegemónico, como contrapoder redentor que se levanta desde la sociedad oprimida contra el injusto opresor. Sólo que el opresor, ahora, no es el Estado sino un diario. Los intereses de las clases dominantes ya no están, como creía Marx, asegurados por el aparato coactivo del Estado sino por la prensa: ella representa al poder.
Lo ridículo de la idea de que el poder de un diario, incluso de todos, sea mayor que el poder del Estado y de que la liberación de la sociedad se produzca por medio de un discurso instaurado desde el poder estatal, no parece molestar a nadie. Pero no importa que sea absurdo. Es peligrosamente eficaz.
Ricardo Gamba
Diario de Río Negro