Los argentinos ya nos hemos pronunciando por la democracia en reiteradas oportunidades. Sabemos, al igual que otras naciones civilizadas del mundo, que no existe mejor alternativa que instaurar gobiernos elegidos por la ciudadanía. Esta opinión, ampliamente mayoritaria, fue el resultado de una construcción colectiva sobre la base del aprendizaje derivado de experiencias autoritarias con grave daño para la sociedad.
Sin embargo, existe en nuestro país una marcada y mayoritaria tendencia a despreciar, considerar un obstáculo, y atribuir propiedades retrógradas al contexto normativo fundamental en que la democracia ha de desenvolverse. Y ese contexto normativo fundamental no es otra cosa que la república.
Este permiso implícito, y a veces explícito, que otorga un importante sector de la ciudadanía a los gobernantes para ponerse por encima de la ley, termina por lograr el disvalioso objetivo que muchos buscan: ser conducidos por gobiernos fuertes.
Ahora bien, cuando la fuerza de un gobierno no reside en la conducta ejemplar de sus funcionarios, en sus acuerdos políticos y sociales, en sus propuestas, sino en la vulneración de las normas, la pretendida fortaleza de quien gobierna tiene como contrapartida una debilidad institucional que tarde o temprano se vuelve contra el propio gobierno.
Ese deterioro de la calidad institucional que crece al ritmo de la concentración de un poder político sin límites normativos, transforma al Estado en una maquinaria ineficiente para el cumplimiento de sus fines. Una maquinaria puesta al servicio, no ya de la ciudadanía, sino de intereses personales, económicos, empresariales y partidarios, funcionales a quienes gobiernan.
Y así, el olvido, por parte de los gobernantes, de los nobles objetivos del Estado, trae corrupción, inseguridad, pérdida de derechos y ausencia de garantías, conformándose un escenario que termina por devorarse al gobierno que osó promoverlo.
Primera conclusión: la concentración del poder tiene un límite pasado el cual sobreviene su propia destrucción. La historia lo demuestra. El Imperio Romano cayó como consecuencia de su voracidad a la hora de concentrar poder, y por los vicios internos que dicha situación traía aparejada. Duró mucho aquel imperio, podrán decir algunos. Pero claro, las cajas que manejaban los emperadores quizá fueran más importantes en calidad y cantidad que las que pueden manotear los gobernantes de este hermoso país, localizado al sur del continente americano.
Segunda conclusión: las movilizaciones de la ciudadanía como única reacción posible frente a un gobierno avasallante que carece de los contrapesos propios del sistema republicano constituyen el último reaseguro contra el totalitarismo. Su utilización lícita, pacífica y responsable es esencial, y su inspiración en valores republicanos, también. Debemos evitar que luego de la finalización del actual ciclo de poder concentrado, se dé lugar a un nuevo proceso similar que derive en una nueva frustración. Debemos optar por la complejidad del cumplimiento de la ley, por la incomodidad de exigir dicho cumplimiento. Sólo por ese camino habrá tres poderes funcionando, derechos y garantías. ¿Difícil? No más que sobrevivir al Régimen K.
José Lucas Magioncalda