Si la "mano invisible del mercado" se reveló incapaz de resolver distorsiones en los países centrales, el mayor intervencionismo aplicado por algunos gobiernos como el argentino no parece servir del todo para superar problemas económicos que en algún momento deberán ser atendidos con programas de fondo.
La severa crisis económica y social que hizo crujir a Estados Unidos y Europa probó que dejar al zorro libre en el gallinero condujo a un crack financiero que todavía retumba en el mundo y mantiene al viejo continente bajo una feroz recesión, con alto desempleo.
El error de pensar que auxiliar en forma permanente a los bancos, o disimular sus estafas, impediría un mal mayor por aquello de que eran "demasiado grandes para caer", fue clave a la hora de entender lo que le ocurrió al mundo desde la quiebra de Lehman Brothers en septiembre del 2008.
La mayoría de las recetas que habían repetido durante décadas organismos como el FMI quedaron a contramano de un mundo que dejaba al desnudo la endeblez de su entramado financiero.
Pero si dejar librada la economía a las astucias del mercado había sido un error grosero, la tendencia opuesta, pensar que el Estado todo lo puede resolver y debe inmiscuirse en cuanto mercado exista, puede convertirse en un bumerán amargo para gobiernos enamorados del estatismo.
La Argentina acertó en algunas estrategias para enfrentar la crisis, y su mayor éxito —al menos hasta el 2008— parece haber sido apostar a mantener caliente el consumo y defender el mercado interno, sin descuidar los superávit gemelos, en materia comercial y fiscal.
Pero a partir de la derrota electoral del kirchnerismo en el 2009, y en especial tras la muerte de Néstor Kirchner en el 2010, algunos aspectos positivos del modelo fueron perdiendo fuerza y obligaron a impulsar un Estado cada vez más presente, no siempre para bien y muchas convertido en obstáculo para atraer inversiones.
La economía comenzó a perder competitividad porque el dólar se fue retrasando, pero también porque en sectores clave las paritarias se acordaron atendiendo a la inflación "real", la cual más que duplicaba a la informada por el INDEC, mientras el resto de las variables se mantenían bajo una severa distorsión, lo cual provocó un alza inconveniente del costo laboral.
En ese escenario, entre el 2008 y el 2012 la fuga de capitales rondó los 80.000 millones de dólares, y sólo se logró desacelerar en el 2012, al costo enorme de imponer un cepo cambiario que destruyó mercados como el inmobiliario y cuyas consecuencias sobre la economía, si bien son imprevisibles, se sabe durarán años.
La brecha superior al 50 por ciento entre el dólar oficial y el paralelo agravaron la distorsión de precios que ya se venía profundizando desde que se intervino el INDEC.
El desprolijo y discrecional cepo que ya cumplió 15 meses disparó nuevas versiones sobre un supuesto plan para aplicar un desdoblamiento cambiario, otra receta que casi nunca dio resultado para domar a la "bestia verde".
Con el termómetro del INDEC roto, se hace muy difícil, además, determinar el grado exacto de la situación social, pero todo indica que la pobreza está muy por encima del 6,5 por ciento que admiten las cifras oficiales, y que el parate en la creación de empleo es el fiel reflejo de lo que el jefe de la CGT Alsina, Antonio Caló, describió con inusual audacia como "economía estancada".
Todo a pesar de un gasto público que crece casi a la par de la inflación real, mientras la emisión monetaria supera el 30 por ciento y los subsidios cruzados se acumulan hasta alcanzar niveles insoportables.
Los acuerdos de precios que el gobierno le arrancó con fórceps a supermercadistas y cadenas de electrodomésticos son apenas un bálsamo ante el problema de fondo, un aumento de precios que sumió a la economía en una encrucijada necesita de algo más que las diatribas lanzadas a sus sufridos interlocutores por el secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno.
Las razones del alza de precios que se fue acelerando a partir del 2009 son múltiples, pero un elemento central citado por la mayoría de los economistas es la emisión monetaria cada vez más pronunciada para mantener caliente el consumo en forma artificial.
Cuando el BCRA emite dinero por encima de lo aconsejable, la presión inflacionaria se dispara, pero también pierde valor el peso, una moneda de la que los argentinos buscan desprenderse rápido ante la pérdida de poder adquisitivo.
El otro elemento a seguir es lo que está ocurriendo con las reservas, ya que la autoridad monetaria no logra remontar los fondos atesorados y este año prevé usar unos 8.000 millones de dólares para pagar deuda.
El dato explica las presiones que desde la AFIP vienen ejerciendo sobre los productores de soja, ya que a juicio del gobierno están reteniendo esa oleaginosa para forzar un alza del dólar oficial y obtener más ganancias.
En el campo rechazan esas denuncias: sostienen que la cosecha de soja vieja está casi toda liquidada, por lo que no son responsables por los problemas que afronta la Casa Rosada para obtener las divisas que permitan afrontar importaciones clave, como las de combustibles.