Pablo Iglesias es un dirigente político español de ideología populista de izquierda, financiado por dictaduras populistas a las cuales públicamente les reconoce admiración. Y es hoy por hoy toda una estrella mediática en su país. La razón es simple: ha logrado capitalizar el descontento con los partidos democráticos tradicionales, heridos por la pesada crisis internacional a pesar de que son los que en las últimas décadas convirtieron a España en un país desarrollado.
Por lo general, aunque no es una regla inexorable, cuando una sociedad se democratiza y se desarrolla, difícilmente comete el suicidio de reinstalar el autoritarismo. La autonomía de la sociedad civil y la relativa credibilidad de los partidos democráticos hacen que sea difícil que ello ocurra, aunque no imposible. Pero el mundo atraviesa circunstancias extraordinarias, por lo cual no siempre son las reglas generales las que explican las situaciones de la vida real.
Hace varias décadas, el sociólogo estadounidense Alvin Toffler predijo que la Revolución Informática alteraría drásticamente la economía mundial. Las democracias más avanzadas se dedicarían prioritariamente a producir conocimiento, mientras que la producción manufacturera se trasladaría a países subdesarrollados con mano de obra barata y acceso a los mercados de los países centrales. Así, según el citado autor, se crearía una convivencia planetaria temporal de tres civilizaciones diferentes con intereses contrapuestos: la agrícola, la industrial y la de la información.
Lo que Alvin Toffler no previó, o simplemente no se dedicó a analizar, es que la civilización de la información no avanzaría tan rápido en las democracias representativas como se fugarían las fábricas a los países semi-desarrollados o subdesarrollados. Esto ocurrió debido al efecto gravitante que los sistemas políticos tienen en la productividad de los pueblos. Las democracias desarrolladas, aunque con empresas muy innovadoras y economías pujantes, mantienen todavía el aparato representativo burocrático y centralizado propio de la Era Industrial. Son países que han alcanzado, en términos generales, los límites del potencial productivo permitido por sus respectivos sistemas políticos. Y ahora una buena parte de sus economías se traslada a países subdesarrollados.
Esta situación no es nueva, pero sus efectos son acumulativos y la última crisis financiera internacional no hizo más que acentuarla. Europa, para colmo, lejos de avanzar hacia una democracia más descentralizada y directa y menos burocrática, adecuada para el desarrollo de la economía del conocimiento, se encuentra empeñada en la creación y ampliación constante de una significativa burocracia supra-nacional.
Golpeados por la crisis internacional, los países desarrollados tenían dos opciones. Una era la escogida luego de la Gran Depresión de 1930: cerrarse sobre sí mismos, provocando un descalabro económico planetario. La otra era la que finalmente eligieron, aprendiendo de los errores que llevaron a la Segunda Guerra Mundial: aguantar la respiración y atravesar lo mejor posible las agitadas aguas de la economía mundial que, por su propio éxito, se les volvían adversas.
En este contexto, Europa se encuentra prácticamente paralizada, y la parálisis es uno de los factores que puede engendrar el autoritarismo. Grecia estuvo a punto de caer en las garras del neo-nazismo y empieza a ser influenciada por el populismo. Italia no logra erradicar sus mafias. El autoritarismo ruso se expande por el Este y le provoca nuevos inconvenientes a la economía europea. España, por su parte, arrastra desde hace más de cuatro años una tasa de desempleo superior al 20%, y “Podemos”, el partido liderado por Pablo Iglesias, se encuentra primero en intención de voto según las últimas encuestas tras sólo ocho meses de su fundación.
No se trata de un exabrupto de una izquierda democrática consistente en subestimar las aberraciones de la izquierda autoritaria puertas afuera. “Podemos” tiene todas las características de un partido populista, entendiendo por populismo una cultura política autoritaria que interpreta el acto eleccionario como un permiso ilimitado e indefinido para ejercer el poder de manera arbitraria. Los populistas recurren a la demagogia, el despilfarro, el consumismo y el nacionalismo para conquistar las conciencias, engañar y tentar a la población, destruir la economía privada y generar dependencia hacia el gobierno. Utilizan una noción parcializada, incompleta e intolerante del concepto “pueblo”.
En España hablan de una mayoría “social” (como si alguna mayoría no lo fuera) equivalente a la mayoría “popular” de la que hablan los populistas latinoamericanos.
Pablo Iglesias fue y es financiado por la dictadura de Nicolás Maduro a través del Centro de Estudios Políticos y Sociales, al cual le fueron girados por lo menos 3,7 millones de euros en diez años. Además, conduce el programa Fort Apache en un canal online del gobierno iraní. También ha asesorado al gobierno de Ecuador. Es decir, nunca tendrá problemas financieros porque siempre encontrará alguna dictadura populista presta a darle una mano.
Iglesias se defiende acusando a los gobiernos del PSOE y el PP de haberles vendido armas a dictaduras (típico contra-ataque de quien no tiene argumentos para defenderse). Pero la diferencia es abismal. Una cosa es la mala costumbre (por cierto en retroceso) de los Estados democráticos de comerciar con Estados dictatoriales sin analizar el impacto político de ese comercio, y otra muy distinta es dejarse financiar, como dirigente político, por un Estado dictatorial. Esto último habla de un compromiso ideológico y político con el modelo de Estado que aporta los recursos y de una vocación o propensión a promover la dictadura en el propio país.
Vale recordar que la dictadura bolivariana, tras 15 años de vigencia ininterrumpida y favorecida por el elevado precio del petróleo, reprime y asesina a los opositores que se manifiestan en su contra, encarcela a los dirigentes políticos disidentes y le ha impuesto a su pueblo una economía de guerra en tiempos de paz a causa del desmadre económico provocado. No hace falta hablar de los atropellos aberrantes a los derechos humanos de la dictadura iraní, en especial contra las minorías y contra la mujer, que incluyen discriminación, persecución, torturas y asesinatos.
A pesar de su corta edad, Podemos ha dejado entrever varias veces que imita a los populismos latinoamericanos en su propensión al “todo vale”, lo cual incluye la práctica de la corrupción. Más allá de lo desleal e inmoral de aceptar financiamiento político de parte de dictaduras, la corrupción pública también lo caracteriza. Su número dos, Iñigo Errejón, cobraba un sueldo por un trabajo a tiempo completo y de dedicación exclusiva en la Universidad de Málaga, mientras trabajaba en forma rentada para el partido, sin acudir personalmente a la universidad como lo establecía el contrato y sin demostrar avances sustanciales en el proyecto de investigación para el cual había sido contratado. El director de la investigación, Alberto Montero, es también, casualmente, miembro de Podemos.
Se encargó personalmente de la difusión de la convocatoria y, en tiempos de alto desempleo, el único postulante resultó Errejón.
Más allá de los aires aparentes de horizontalidad que le insuflan sus contactos parciales con el movimiento de los “Indignados” y el intenso uso de la tecnología, Podemos dista mucho de ofrecer una alternativa de democratización de las estructuras políticas. El sector alineado con el chavismo impuso una elección interna a todo o nada, por lista completa, adueñándose del partido entero y dejando fuera de juego a los disidentes internos. Así, logró instaurar el verticalismo absoluto propio de los populistas latinoamericanos.
Al mejor estilo chavista, Iglesias propone “abrir el candado de la Constitución de 1978”. Es la misma estrategia que le permitió al fallecido dictador bolivariano consolidar rápidamente el populismo en Venezuela. Cuando las encuestas empezaron a colocar a Iglesias como un candidato competitivo, inició un proceso de disimulación de su ideología, tal cual lo hizo Chávez durante su primera campaña electoral, cuando llegó a mentir deliberadamente afirmando que respetaría la prensa independiente y la propiedad privada.
Pero la situación en España, a pesar de la crisis y la parálisis, no es igual a la de Latinoamérica. Esta última región parte de un marco de subdesarrollo y de pobreza estructural masiva. Este es un dato que, lejos de aminorar, acrecienta el peligro para España de un partido autoritario. Porque en un país desarrollado un espacio autoritario puede tener un camino más difícil para llegar al poder, pero si las condiciones se dan y eso ocurre, será más peligroso una vez al frente del gobierno.
En una sociedad subdesarrollada, de base clientelar, el populismo se puede dar el lujo de, y muchas veces necesita, avanzar despacio. Pero, sin esa base clientelar que lo caracteriza y que sin duda tiende a generar, ¿cómo hará un partido populista para sostenerse en el poder?
¿Cómo lograrlo con medidas que afectarán negativamente a la ya resentida economía española, más allá de la posible sensación de bienestar transitoria que pueda crear con sus dádivas demagógicas?
Una de las posibilidades es una aceleración de la revolución al estilo de Allende en Chile. Esto implicaría que, si los españoles no logran neutralizar a tiempo a Podemos, podría instalarse una especie de dictadura populista en un período relativamente corto de tiempo. Ese es, por lo menos, uno de los riesgos que están corriendo hoy en día los españoles al subestimar y confiar en el supuesto “liderazgo fuerte” de un completo populista que les propone el suicidio político.
La situación no es fácil, ni la salida será sencilla. Pero la crisis de Europa representa la oportunidad de aprovechar la presión sobre la clase dirigente para lograr una democratización creciente de los partidos políticos y del Estado. Claro que esto exige paciencia, compromiso y sacrificio de parte de la ciudadanía, que debe involucrarse en los procesos políticos para incrementar su capacidad de incidir en ellos. Un acuerdo de colaboración entre los partidos democráticos, quizás un nuevo “Pacto de la Moncloa”, sería útil para generar un compromiso a favor de una mayor democratización, transparencia y descentralización del sistema. Esto ayudaría a poner en evidencia la verdadera naturaleza del populismo y a instalar la verdadera disyuntiva vigente, entre más y menos democracia, entre el futuro y el pasado, entre los valores morales y el nihilismo populista.
El atajo populista es una falsa opción que, en el mejor de los casos, sólo servirá para reinstaurar una forma de autoritarismo y multiplicar los problemas. Si algo debería aprender el mundo entero de la experiencia latinoamericana es, precisamente, que los populismos no solucionan ningún problema y, por el contrario, llevan a una reducción progresiva de la calidad democrática, de las libertades y de la democracia misma, bienes inmateriales que nunca se valoran más que cuando se han perdido.