La Argentina viene descuidando sus instituciones desde hace tiempo. El caudillismo dominante en los partidos tradicionales, la tendencia casi determinística de los gobernantes a la búsqueda de la perpetuación en el poder —como si el sistema ejerciera una fuerza imparable sobre sus operadores—, la incesante concentración del poder en desmedro de la legalidad, así como la consiguiente corrupción estructural y patológica, son algunos ejemplos de la degradación institucional creciente.
Es muy común escuchar debates entre exponentes del oficialismo y personalidades más críticas que suelen caer en un callejón sin salida. La gente se queja por la inseguridad, por el deterioro de la educación y por el mal funcionamiento de la Justicia. El gobierno opone a esos reclamos cifras. Dice que nunca se invirtió tanto dinero del presupuesto en esos problemas. Ahí termina la discusión.
La trampa es doble. Primero, la absurda creencia, aceptada comúnmente incluso por los críticos del gobierno, de que sólo con dinero y más precisamente con dinero público se pueden resolver los problemas. Es una idea que no tiene asidero alguno. Si así fuera, habría que cobrar cada vez más impuestos, cada vez gastar más, hasta llegar a un totalitarismo en que ninguna cuota del fruto de esfuerzo de los ciudadanos pueda ser dispuesta libremente.
La inversión pública es sólo una parte de la solución de los problemas, y muchas veces no es la parte más importante. Se necesita mejorar las instituciones, nombrar gente competente y garantizarle independencia en su accionar, establecer controles adecuados para asegurar un mínimo de eficiencia, y dividir el poder para dotar al sistema de estabilidad y fortaleza. Ya Gandhi decía que “hay que vigilar a los ministros que quieren hacerlo todo sólo con dinero”.
Esto nos lleva a la segunda trampa del relato oficial. No sólo la cantidad de dinero invertido por el Estado no es un indicador suficiente, sino que, cuando no funcionan correctamente las instituciones, esa inversión pierde significado. No sólo no genera el efecto deseado o esperado, sino que incluso puede pasar a jugar en contra.
Por ejemplo, si el gasto social se distribuye en forma discrecional, sin control alguno, fomentándose la dependencia de los ciudadanos hacia una red clientelar operada por punteros partidarios, es fácil ver que un aumento de este tipo de gasto no va a redundar en un mejoramiento de las condiciones de vida de la población. Muy por el contrario, los impuestos le quitarán independencia a las personas libres, arrojando a una porción de ellas a las garras de esas redes clientelares en expansión.
Tenemos entonces que el relato oficial del gobierno argentino, que mira para otro lado cuando diversos ciudadanos reclaman por problemas reales, adolece de dos trampas argumentales. Primero, el dinero público invertido es sólo un indicador de varios o de muchos, y no la prueba concluyente de la importancia que el gobierno le da a un determinado tema, ni mucho menos de la eficacia en su tratamiento. Segundo, cuanto más degradadas están las instituciones, menos relevante o significante se vuelve la variable de cantidad de dinero público invertido, que incluso puede pasar a ser un dato negativo.
El país puede estar cayéndose a pedazos, pero el gobierno seguirá hablando de cifras y de papeles; en definitiva, de propaganda. Vayamos a otro ejemplo. En la Argentina el Poder Ejecutivo puede alterar discrecionalmente las partidas presupuestarias. La institución del presupuesto es nada menos que el primer control y límite al gobierno creado por la humanidad con miras a garantizar los derechos y libertades de las personas.
A partir de esa primera institución republicana evoluciona y se desarrolla todo un sistema de frenos y contrapesos que procura evitar y sancionar el abuso de poder. Esto implica que, en nuestro país, la mismísima institución del presupuesto, eslabón primero del entramado institucional republicano, ha sido destruida. Pues ya no es un límite y control impuesto por el Poder Legislativo al cual deba atenerse el Poder Ejecutivo. ¿Qué sentido tiene que el gobierno nos diga que destina tal o cual porcentaje del presupuesto a educación, a gasto social o a seguridad, si el gasto no es suficiente por si solo para solucionar el problema y si, para colmo de males, no tenemos garantía alguna de que ese gasto llegue a destino o sea administrado con un mínimo de probidad y racionalidad?
Es preciso terminar con el dogma de que el gasto público, y la burocracia resultante, son la única forma de solucionar los problemas. Y es necesario también tomar conciencia de que las instituciones importan y de que su degradación o destrucción no es gratuita. Muy por el contrario, es tremendamente costosa. Lo que vemos todos los días por las ventanas de nuestros hogares es la prueba más fehaciente de ello.