Debo reconocer que me sorprendió mucho la forma en que los medios de comunicación trataron el caso del médico que mató a un ladrón presuntamente en legítima defensa: entrevistas a la madre del ladrón y al médico con el mismo trato y tono, poniéndolos en un mismo nivel, preguntas acusatorias al médico del estilo de “¿valía la pena matar por un auto?” o “¿se siente un asesino?”, así como la repetición sistemática y forzada, que parece obrar como escudo contra posibles críticas, de que hubo dos víctimas.
Lo cierto es que la víctima es una sola: el médico. Si cometió un error de exceso en la legítima defensa es algo que deberá resolver la Justicia y que, a la luz de los hechos, resulta más que comprensible, que no quiere decir justificable. Pero no cabe ninguna duda de que es la única víctima. Su único pecado fue pretender llevar a cabo una vida de bien, decente, normal, en medio de un entorno de impunidad, descontrol y desidia. No se buscó la situación que lo llevó a disparar su arma. El que sí la buscó, la forzó y la detonó una y otra vez fue el delincuente, que hacía de la violencia, el robo y el abuso un estilo de vida.
Las normas legales no pueden ser arbitrarias. Se inspiran y se basan en principios elementales de equidad y justicia que les dan sustento. Es a la luz de esos principios básicos que deben interpretarse y aplicarse, pues de lo contrario podrían contradecir su propio fundamento y razón de ser. En este sentido, la tradición legal anglosajona se ha destacado por su sabiduría, reconociendo desde su origen el valor supremo de la equidad y demostrando un sentido práctico y de justicia admirables.
Dicho esto, la aplicación de la legítima defensa, que como toda norma tiene cierto margen de interpretación, no puede dejar de tener en cuenta las circunstancias y el contexto en que el médico actuó. La “proporcionalidad” de la defensa no puede interpretarse de manera tal que conduzca, en algún caso concreto, a una injusticia flagrante. Y esto es lo que puede estar ocurriendo en este caso.
Las circunstancias del caso son las siguientes: el médico llevaba a cabo una vida de trabajo y sacrificio y la inseguridad estaba tornando su vida insoportable. Lo habían asaltado no una ni dos veces, sino unas seis. Su vida y la de su familia estaban permanentemente en peligro. Ya le habían robado el auto en una ocasión anterior y habían entrado a su casa, agrediendo y amenazando a él y a su familia. Peor aún, sabía que algunos de los delincuentes que estaban haciendo de su vida un calvario vivían a unas cuadras de su casa, con total impunidad, riéndosele en la cara, adueñándose del barrio y prácticamente reduciendo en los hechos a los vecinos a una situación de especie de esclavitud, ya que en cualquier momento, arbitrariamente, podían llevarse sus bienes o, peor aún, su vida. Es en este marco que uno de los malignos delincuentes decide graciosamente ir a su casa, bajarlo de su auto, golpearlo con un revólver en la cabeza, subirse a su auto, atropellarlo aparentemente por ineptitud al volante, agredirlo verbalmente y apuntarle con su pistola. Estas son las circunstancias del caso, y cabe preguntarse si algún mortal en este bendito planeta está en condiciones de tirar la primera piedra en relación con el actuar del médico, que ha dicho públicamente, en reiteradas ocasiones, que la está pasando muy mal, que actuó como lo hizo por sentirse amenazado y que siente miedo de que le hagan algo a él o a su familia. Es dable plantearse, también, si acaso un jurado popular dudaría en este caso tanto como lo están haciendo los funcionarios judiciales.
La Justicia, si pretende honrar su nombre, no puede dejar de tener en cuenta todas las circunstancias del caso, y no sólo algunas. No puede dejar de preguntarse cuál sería la solución equitativa en este caso, ni dejar de interpretar la ley en consonancia con el principio de equidad. Ni puede tampoco dejar de ver que, entre la legítima defensa y la emoción violenta por tanta injusticia acumulada, es imposible pensar que de verdad el médico de esta triste historia pueda merecer una pena de prisión.