Naturalmente esta época del año es propicia para renovar esperanzas, para especular con dejar atrás un año muy malo y aspirar a que el que viene corte con todo lo negativo que trajo el 2020. Esos son los deseos y las expectativas de todos.
En muchos casos basados en nada (más allá de la fe) creemos que el corte del 31 de diciembre puede ser un telón susceptible de ser corrido hacia una perspectiva mejor.
Sin embargo, cuando uno analiza fríamente las condiciones económicas y políticas de la Argentina ese panorama comienza a desdibujarse y uno tiene la sensación de que efectivamente aquello tenía mucho de etéreo y poco de sustancia.
En primer lugar, naturalmente, el 31 de diciembre no supone una persiana mecánica que se cierra y que puede atravesarse hacia un escenario sustancialmente diferente del que se traía. La sensación de “terminación” y de “final” es solo eso: una sensación. Una sensación estimulada por los saludos, los apuros, por lo que para algunos puede ser algún “corte” real representado por las vacaciones o un período de descanso, pero que en el fondo no son más que ilusiones pasajeras que terminan cuando el 2 de enero nos ponemos de pie y nos damos cuenta que no había persiana, que no había final y que la realidad solo giró 24 hs para depositarnos en otro día que es la continuidad material del anterior.
Es cierto que dada la bajísima performance argentina durante 2020 uno tiene la idea de que cualquier cosa podría ser mejor, pero para eso deberían suceder ciertas cosas que el horizonte político del país y la consolidación en la coalición de gobierno de lo peor de sus componentes (el cristinismo radicalizado) no permiten prever con certeza ni con la mínima responsabilidad que requiere un análisis serio.
El país ni siquiera podría mejorar alcanzando un acuerdo con el FMI. O mejor dicho, podría aliviar su calendario de vencimientos, pero, tal como ocurrió con el acuerdo con los bonistas, ello no traería como consecuencia una mejora en el stock de confianza que es, a la postre el verdadero y único elemento que podría hacer cambiar las expectativas.
El gobierno del país está en manos de una nomenklatura radicalizada comandada por una jefa resentida, llena de odio y rencor hacia todos los íconos propios del desarrollo. Si alguien pudiera explicar cómo la condición material de un país puede mejorar bajo el gobierno de personas que tienen un resentimiento obvio contra todos los factores que producen desarrollo yo me rendiría ante sus pies.
El país vive una contradicción inexplicable según la cual quienes gobiernan odian lo que habría que hacer para mejorar; para que ellos mismos tuvieran éxito (siempre que definamos ese éxito cómo hacer algo para mejorar el standard de vida de los argentinos).
El gobierno no define “éxito” de la misma manera, evidentemente. El gobierno define “éxito” como la imposición de sus reglas, esto es, su palabra es la ley, ellos están por encima del Derecho y quienes no coincidan con ellos deben callarse y pagar.
Bajo este contexto, obviamente no puede augurarse un 2021 mejor que el 2020. Los generadores de trabajo continuarán yéndose del país porque en un contexto internacionalmente complicado por la pandemia, las empresas privilegian las operaciones donde imperan condiciones “normales” de trabajo y donde existe un ordenamiento jurídico, una justicia y un gobierno que les de garantía de estabilidad, juego limpio y reglas claras.
Nada de todo eso existe en la Argentina. El país vive bajo la absoluta discrecionalidad de quienes gobiernan y quienes gobiernan, a su vez, toman sus decisiones basados en intereses monetarios, judiciales e ideológicos personales. Nada de todo eso, obviamente, es compatible con un clima de negocios del cual pueda surgir trabajo productivo genuino y, en consecuencia, mejores salarios, y mejores condiciones de vida.
Esas condiciones son generadas por el sector privado. El gobierno encabezado por la comandante de El Calafate está en guerra contra el sector privado. Su desiderátum sería, en realidad, que no existiese.
Como el que puede hacer que el año 2021 sea mejor que el 2020 es el sector privado (produciendo más, generando más trabajo, pagando más y mejores salarios, aumentando la riqueza) y el sector privado está bajo ataque del gobierno, la conclusión lógica y descarnada es que, fríamente hablando, no podría esperarse un 2021 mejor que el 2020.
El gobierno solo cuenta con una herramienta para patear para adelante las consecuencias nefastas de sus posturas: seguir emitiendo dinero.
La emisión tendrá consecuencias funestas para los que menos tienen, escalando la inflación y pulverizando el poder adquisitivo de la moneda local. La presión fiscal seguirá arrojando a la desaparición a más pequeñas y medianas empresas con lo que no es factible esperar una recuperación del producto para el año que llega.
Sólo la recomposición de los precios internacionales de los commodities puede traer alguna buena noticia, pero como eso necesita la contrapartida de producciones locales fuertes y estas también se hallan alcanzadas por el fuerte desincentivo a la inversión y por el fuerte sesgo ideológico del gobierno hacia ese sector social, es muy posible que esas oportunidades tampoco se aprovechen del todo.
En fin, no es posible pedirle peras al olmo. Pedirle desarrollo y mejora de la condición material a un gobierno que detesta ideológicamente las condiciones que el desarrollo y la mejora de la condición material requieren, es una contradicción en los términos. Y si queremos apuntar a algo positivo al menos comencemos el año sin contradicciones.