Primero que todo, debemos tener en cuenta la vastedad, la inmensidad del universo avistable hasta la galaxia más alejada.
Esta enormidad que pasa inadvertida para el hombre común que sólo ve estrellas y planetas de una galaxia, nuestro conjunto estelar al que pertenecemos con nuestro sistema solar, bautizado como Vía Láctea (relativo a la leche por su aspecto lechoso), es casi inimaginable. Sólo el astrónomo que escudriña el Universo con potentes telescopios puede obtener una idea más aproximada acerca de la enormidad.
Pero bueno, para eso están los libros sobre astronomía que divulgan acerca de esa monstruosa inmensidad, y basta con su lectura e ilustraciones para que todo hombre culto se forme una idea acerca de dónde se halla ubicado con su existencia en el ámbito universal. No así los libritos de astrología (una burda pseudociencia) que colman los kioscos, donde el público incauto cree hallar las claves de su futuro.
Para el caso, vienen bien las comparaciones: un átomo, lo “ínfimo”, frente al planeta Tierra, una inmensidad en comparación; un diminuto quark frente a otra “inmensidad”: un átomo de uranio. Si quisiéramos representar un átomo, deberíamos imaginarnos a su núcleo del tamaño de una pelota de fútbol, y al electrón más próximo orbitándolo ¡a una distancia de unos 30 kilómetros!
¿Dónde se halla el límite del universo y hasta dónde podemos imaginar en pequeñez el núcleo de un átomo? Creo que nunca serán posibles ambas cosas, porque según mi hipótesis, el punto, la partícula límite de lo más pequeño, lisa y llanamente ¡no existe!, sino un plasma continuo con centros de condensación energética que los físicos denominan electrones, protones y neutrones… que sumados, forman un átomo.
Ahora bien, de lo antedicho se deduce que, eso que denominamos alma que parece “vivir” en nuestro seso, es un mito que se viene arrastrando desde que el hombre dejó de ser un animal primitivo con un mayor acopio hereditario de neuronas, glías, axones y otros elementos cerebrales. El concepto de alma simple, espiritual, es solo una ilusión, pues se deja de lado, se ignora, la acumulación de elementos cerebrales que interactúan energéticamente para producir todas las manifestaciones psíquicas que dada su complejidad, apabullan nuestro entendimiento, nuestro alcance racional.
Así los primitivos habitantes del Globo sumidos en las supersticiones, explicaban los fenómenos naturales (como relámpagos, truenos, vientos huracanados, tempestades, terremotos, maremotos, erupciones volcánicas, epidemias, pandemias, accidentes de toda índole y otras calamidades), como enojo y venganzas de unos dioses enfadados. Por su parte, el hombre moderno recurre a la creencia en un dios único creador y gobernador del mundo (que a veces se enoja y nos da una paliza si nos portamos mal o pierde la paciencia y nos mata de una vez para enviar nuestra invisible “alma” con el cuerpo resucitado (con carne, sangre, huesitos… y todo lo demás) derechito a un infierno del centro de nuestro amado (a veces mal querido) Globo Terráqueo. Un infierno, ya sea auténtico o… un lamentable estado en que se encuentra el alma pecadora, según “descubrió” el famoso e “ingenioso” papa Juan Pablo II.
De modo que podemos aceptar sin duda alguna, que somos el fruto neto del azar, un caso único despreciando toda idea acerca de una población del universo por miríadas de seres inteligentes de otros planetas de otras galaxias, como creía el “pobre” y malogrado Carl Sagan, a quien por otra parte no dejo de admirar por su sabiduría y lucidez en sus obras de divulgación de las ciencias.
Debemos colegir, que dada la complejidad de nuestro mecanismo mental constituimos una singularidad, somos casi imposibles; pero ese casi, constituye la clave de nuestra supervivencia.
¿Por qué digo esto? Porque nadie, hasta el presente, ha podido observar, ultramicroscopio de por medio, la formación espontánea de una “simple” bacteria. Todo ser vivo proviene de otro ser vivo. La generación espontánea sostenida por algunos sabios del pasado, pasó a ser tan sólo el producto de una mera pseudociencia, pues jamás se pudo comprobar. De modo que, sin dios creador alguno, sin tendencia alguna por parte de la energía del universo hacia la formación de nueva vida espontáneamente y menos surtida de una cierta “alma”, nos vemos obligados a aceptar que, ¡somos únicos en el universo! (Al menos en este “universo” que detectamos, sin contar con la posibilidad de la existencia de otros conglomerados estelares en la infinitud del Todo que yo me atrevo a nombrar como macrouniverso).
Pero lejos de ser espíritus rodeados de carne y huesos, como nos imaginamos, somos un proceso energético que piensa, razona, actúa, ama, (a veces odia), recuerda. Cosa que también podemos comprobar, en menor cuantía en nuestros compañeros en la existencia: los animales.
En pocas palabras: del Todo universal, un ser pensante. Del Todo pura energía, surgió nuestro cerebro también energía emanada, con todas sus manifestaciones como una singularidad que se auto asombra.
Creación: ¡cero!
Si nos atenemos a la teoría del big-bang, “apertura del universo”, con su consecuente big-crunch “cierre del universo”, estamos ante un universo oscilante o pulsante. (Idea brillante y muy aceptable del astrónomo Richard Tolman.). Luego, es posible que en algún, lejano en el tiempo, otro big-bang, reaparezca la ilusión que la gente denomina espíritu, alma, (Dios, dioses) como puro invento fantasioso (proceso físico-químico para mí), esto en la eternidad. (El Eterno retorno del pensador Nietzsche? O… ¡que quizás nunca retorne, si la esencia del universo (título de uno de mis libros principales) produjo una singularidad durante la actual expansión de galaxias que vemos cómo huyen unas de otras!
Según mi óptica, me adhiero a la existencia de un universo eterno, sin dios ni dioses ideados por las teologías, pues estas son sólo unas pseudociencias alejadas años luz de la realidad. ¿Con nuevos big-bangs? Lo dudo, pues tiendo a adherirme a la idea de una singularidad, aunque… pensándolo de otro modo, no puedo descartar en términos absolutos que en alguna (lejana en el tiempo) otra “singularidad (valga el contrasentido), retorne algo parecido o igual a todo lo que somos y vemos. ¿Para qué? Y… ¡para nada otra vez! ¿Y así siempre por toda la eternidad? Por de pronto dejemos esta cuestión aquí en este punto, porque no hay respuesta.
Para finalizar, y lejos de toda fantasiosa pseudociencia lo que cabe es representar alegóricamente al universo con respecto a nuestro planeta con vida y psiquismo, como un colosal embudo o cono. Nosotros estamos, con nuestro psiquismo, como una singularidad, en la punta del cono.
Dada la complejidad de nuestras facultades mentales, lejos de toda pseudociencia “platillista” que pretendió estudiar en su tiempo a los escurridizos platos voladores o (platillos volantes), creo que es imposible que seamos repetibles en el concierto universal hasta el presente conocido en sus “límites”. Otra cosa sería si no existieran tales límites y el universo fuera infinito. Esto último escapa a nuestras observaciones, no lo podemos saber. Pero el cono o embudo cosmológico, como figura representativa de todo lo existente es atractiva por su lógica: de lo mucho (el Todo), lo poco plus ultra complejo: nuestra mente, en un puntito perdido en el espacio que denominamos planeta Tierra. De lo mucho “simple” (¿quizás infinito?) la formación azarosa de nuestro cerebro pensante como proceso físico, químico, biológico, psíquico, único y transitorio en el cosmos, que toma conciencia del entorno (esbozado ya en los animales en una escala ascendente de complejidad irrepetible en la vastedad).
Eso que denominamos como “alma simple”, una manifestación de una trama compleja al grado superlativo, que nos torna supersticiosos ante nosotros mismos y al no poseer capacidad para entenderlo y explicarlo, recurrimos a lo simple: un alma espiritual sin átomos, sin moléculas, “materia”, ni cosa observable y palpable, que nos quieren hacer entender los pseudocientíficos de todos los tiempos.
Esta y no otra, es la explicación que se puede dar de tanta complejidad cerebral, que los primitivos (y actuales en un vasto porcentaje) denominan alma, espíritu, al no poder imaginarse, ni remotamente, esa complejidad que nos hace pensar, recordar, razonar, inventar cosas que jamás existieron (mitologías, religiones, teologías… “a cual más bonita”) como lo atestigua la historia de todos los pueblos del orbe: asiáticos, africanos, oceánicos, americanos y europeos.
El embudo o cono cosmológico, creo que es la mejor figura para explicar tanto portento: nuestro cerebro y sus funciones, que ha llenado el Globo entero de libros a tal punto, que podríamos comparar al globo terráqueo con una colosal biblioteca con libros en papel, a los que podemos añadir ahora los libros virtuales que se nos aparecen en las pantallas de las computadoras, al punto que todo nuestro planeta, ya parece un gran cerebro que piensa, almacena y expresa, cuyas unidades (a modo de neuronas) son precisamente los ordenadores, y nuestra trama neuronal en forma de seso.
En resumen, tenemos ante nuestra vista y ante nuestro raciocinio, el resultado de un mecanismo (si es que lo podemos denominar así).
Somos el producto casual de miles de millones de galaxias en continuo movimiento; por eso vivimos, por eso pensamos. De lo mucho, poco, de la inmensidad, lo ínfimo: nuestro cerebro; de lo colosal: del Universo, Macrocosmos… en una palabra: del Todo, se formó lo ínfimo plus ultra complejo: nuestro intelecto, juicio, razón… todas las funciones cerebrales que nos asombran cuando incursionamos en nuestras facultades mentales, a tal punto que nos sentimos apabullados, y, nos vemos compelidos a atribuir toda esa complejidad, toda esa maravilla, a algo más allá de lo material, más allá de lo natural, para autoconcebirnos como algo sobrenatural: “ánima, espíritu, soplo de Dios, principio vital… alma como sustancia espiritual y nada menos que ¡inmortal! Capaz de entender, querer y sentir, que informa al cuerpo humano y con él constituye la esencia del hombre” (según así reza el diccionario enciclopédico).
¡Nada más, ni nada menos que, simple e inmortal! Con evidentes dejos religiosos de antaño aun de moda en nuestros días, ya iluminados y superados por la luz de la Ciencia actual que arrasó con toda esa mole de pseudociencias del pasado y mitos como el creacionismo, espiritualismo y vida eterna (esta última en paz, en un paraíso, o aguijoneada por siempre jamás en un infierno creado, preparado, por un dios “bueno, puro amor por sus criaturas” que ya sabía y sabe de antemano ¡desde siempre! quién será salvo y quién será condenado gracias a su atributo de la presciencia o precognición ridículamente otorgado por los teólogos).
Toda esta mitología que hasta hoy se arrastra, se está desmoronando estrepitosamente ante el imparable avance del conocimiento científico que ilumina el mundo en base a las investigaciones apoyadas en la alta tecnología. Almas y dioses se están dispersando, esfumando cual nubes absorbidas por el aire seco. Sólo nos quedan entre manos las diversas formas de manifestarse la energía que compone al Universo, una de las cuales es nuestro psiquismo amén de otras formas vivientes existentes sobre la Tierra.
Según mi óptica, somos singulares; singular es nuestro planeta; casual es nuestra existencia. Estamos aquí en un punto del ámbito que denomino Anticosmos (antiorden) como un caso único y transitorio con nuestro complejo cerebro; increados, fugaces en la eternidad, conciencias del mundo prontas a esfumarnos; somos provisorios y sólo nos queda aprovechar lo mejor posible nuestra existencia como humanidad; perfeccionarnos psicosomáticamente recurriendo a la Ciencia Experimental, ser mejores en todo: salud, longevidad, ética (moral intachable), inteligencia… como base para un lanzamiento hacia un cambio radical de todo el planeta Tierra y acondicionar otros cuerpos del sistema solar a ser colonizados por el hombre, un hombre autotransformado en un ser sublime tan soñado por los creyentes en diversas religiones.
Ladislao Vadas