Nuestro globo terráqueo en su totalidad se comporta de la manera más ciega e indiferente para la vida que nutre y sustenta.
El proceso orogénico es uno de ellos; el proceso oceánico con sus corrientes marinas es otro; el proceso atmosférico con su recalentamiento, enfriamiento, carga de humedad y precipitaciones, etc. es un tercero; el proceso tempestad eléctrica es un cuarto añadido. Son ejemplos Hay muchos más.
Esta suma de procesos compone a su vez y en escala mayor el proceso más general denominado planeta. Pero todos en conjunto indican la falta de ordenamiento de ciclos perfectos, según algún plan inteligente. No hay disposición o providencia alguna a favor de las criaturas si así pueden llamarse, puesto que lejos de tratarse de seres creados (de ahí viene el vocablo criatura), más bien parecen ser (y lo son sin duda) productos aleatorios de los avatares telúricos.
El proceso de avance de los hielos llamado glaciación, por ejemplo, es una de las pruebas de la ceguedad de los acontecimientos naturales, tal como una inútil tempestad en Marte o una terrible tormenta eléctrica (no menos inútil) en la atmósfera jupiteriana.
Claro está que siempre cabe la sugerencia de que todo se halla sabiamente dispuesto, perfectamente tramado, incluso los géiseres y las auroras boreales y que nosotros somos tan miopes que no advertimos su utilidad para el concierto planetario.
Sin embargo, si lo enfocamos todo desde otro ángulo, podemos también afirmar que nada es imprescindible para la vida, ya que ésta se pudo haber acomodado a procesos planetarios totalmente distintos del terráqueo. El mundo no ha sido creado para los seres vivientes, sino que éstos se han adaptado a un medio particular.
Así, los congelados polos no son necesarios (si los continentes estuviesen bajo agua podríamos ser acuáticos), como tampoco las tempestades eléctricas, los tifones marinos, los tornados, las torrenciales lluvias sobre los océanos, el exceso de precipitaciones pluviales continentales que anegan extensas áreas, ni los periodos de intensas sequías con enorme mortandad de seres vivientes, ni los desiertos permanentes.
Nada es imprescindible porque nada obedece a plan providencial alguno.
Por el contrario los vientos de arena que barren los enormes desiertos son tan inútiles, como las aguas productos de torrenciales lluvias que arrasan extensas áreas continentales y arrastran y roban toneladas de manto útil para la vegetación.
Todo podría ser distinto.
La innecesaria y extensa violencia de los meteoros y la insensible crueldad de los vaivenes climáticos en que se alternan grandes diluvios con marcadas sequías, que diezman poblaciones enteras de personas, animales y plantas, son otras tantas pruebas de la ausencia de alguna “mano protectora” de los seres vivientes o de una regulación que supere el ingenio y la tecnología humanos.
El tornado, por ejemplo, no pide permiso, ni puede ser desviado de su curso mediante oraciones. Por el contrario, en su ciega y furiosa carrera arrasa todo lo que halla a su paso sin importarle los justos y malos y ni siquiera los inocentes que están por nacer. Siembra la destrucción y la muerte sin que “mano” providencial alguna intervenga para aplacar sus furias. La caída de un rayo no está dirigida hacia los inicuos. Bajo sus efectos pueden sucumbir y sucumbieron antes de ser inventado el pararrayos, tanto inocentes animalitos, como niños que aún no experimentaron con “el bien y el mal”.
Tampoco estos seres son respetados por las avalanchas de las aguas que inundan vastas regiones, ni por las trombas de agua, ni por los maremotos que castigan las costas.
La furia de los elementos es ciega, tan ciega aquí en nuestro globo como en el planeta Saturno, y tan inútil aquí como allá. Una vez desatada nada ni nadie pede frenarla. Si existiera un dios todopoderoso y protector de sus criaturas como afirman los teólogos, entonces nuestro clima a nivel planetario sería apacible, manso ingeniosamente regulado de polo a polo.
Degradación y envejecimiento de nuestro planeta
Sabemos que nuestro globo terráqueo es un conjunto de procesos enlazados, los que a su vez constituyen un proceso general planetario.
Como todo proceso, éste tampoco escapa al cambio.
El momento que hoy aprovecha la vida instalada sobre su faz, es efímero si lo comparamos con los evos cósmicos. Es un instante en la “vida” del universo Si comparamos todo el proceso planetario desde su estado de nebulosa hasta la solidez en su presente, veremos que es demasiado el tiempo preparatorio para instalar la vida.
Lo mismo ocurre con la evolución de ésta. Fue demasiado largo el periodo evolutivo de las especies para hablar de creación con su meta: el hombre.
Así también la historia de nuestro planeta es demasiado larga para hablar de una creación del mundo por parte de algún hipotético ente tan sabio y poderoso como lo imagina la pseudociencia denominada teología.
Además existe otro detalle para añadir a esa falta de celeridad de la supuesta creación. Es la ausencia de un sistema perfecto de reciclaje en el proceso planetario. El globo terráqueo envejece, se dirige como proceso hacia la degradación con pérdida de su atmósfera, humedad, disminución de su rotación, etc.
Alguna vez presentará siempre la misma cara al Sol como lo hace nuestra Luna con respecto a la Tierra. Se transformará su superficie en un inhóspito páramo yermo para todas las formas de vida que hoy pululan en ella.
Todo es efímero, incluso la capa de ozono que protege de la radiación ultravioleta desaparecerá alguna vez.
Si todo se tratara de un verdadero mecanismo exacto lanzado al espacio como un aparato de relojería que se diera cuerda a si mismo, facultado para recomponerse constantemente, sin sufrir deterioro irreversible alguno, entonces sí, este nuestro mundo podría considerarse como el producto de un hacedor perfecto.
Pero, lamentablemente, desde cuando se trata de un proceso planetario más entre trillones de ellos calculados con una breve posibilidad de albergar vida, ésta como proceso añadido, entonces se diluye toda idea de un dios sumo, de un artífice insuperable.
Esta idea se pierde porque ese hipotético ente, ¡deja de ser necesario! ¡Está de más!
Entre trillones de procesos planetarios ciegos, sin dirección ni meta alguna, uno de ellos tuvo que producir la casualidad de la vida durante un breve instante de la existencia del Universo.
Dos cosas fundamentales hay aquí, que son las que prohíben entonces pensar en un supremo hacedor:
Una, es la tremenda cantidad de procesos planetarios dispersos por todo el universo de galaxias. (Observados por los astrónomos en las estrellas que siguen caminos sinuosos por tirones hacia un lado y otro por parte de cuerpos de gran masa que las rodean invisibles para nosotros).
La otra es la ausencia de un mecanismo autónomo que garantice una marcha regular y para siempre de nuestro querido, muchas veces malquerido planeta.
Si todo girara alrededor de nuestro terráqueo mundo como se creía anteriormente a las ideas copernicanas, entonces sí se haría necesario pensar en un dios supremo (o en una asamblea de dioses creadores, a cual más ducho).
Si todo lo que existe en el universo se debiera tan sólo a nuestra querida (para muchos malquerida) Tierra; si esta fuese el centro de la creación; si todo lo que la rodea, hasta la galaxia más lejana, cumpliera una misión para sostener a nuestro globo natal, entonces sí se haría necesario un creador para explicar tanto portento. Pero, lamentablemente, desde el momento en que somos, con nuestro globo, un puntito tan insignificante entre infinitos otros similares y tan efímero en duración; desde que hemos sido como “pateados” del centro del universo para aparecer a luz de la ciencia como un granito de arena más, perdido en la galaxia por nosotros bautizada como Vía Láctea (por su aspecto lechoso), a su vez perdida ésta como un punto entre millones de otras galaxias; entonces repito que, resulta ser falsa toda idea acerca de un ser necesario ordenador.
Es posible que todo marche por sí sólo y a ciegas, para producir de vez en cuando algún breve chispazo como la conciencia humana, pero nada más que como un fenómeno aleatorio, intrascendente para el Todo ciego y sordo. Un hecho tan fugaz para la existencia del Todo, que raya en la insignificancia.
De hecho, y como siempre, sólo me resta aconsejar a la humanidad (yo, pobre gusanito del mundo) unirse todos los pueblos del orbe en un Estado único, con un único idioma y una única meta: cosmopolitismo y solidaridad plena, echando como un alarido la frase: ¡Adiós a las armas! (sin dioses).
Ladislao Vadas