Si miramos bien, el hecho de la acumulación del saber humano, el conocimiento total de hoy, de ningún modo puede constituirse en espejo de un supuesto ser omnisciente creador. ¿Por qué? Porque omnisciente significa que lo sabe absolutamente todo, lo real y lo posible y en perfección, y es uno de los atributos que lo seudocientíficos teólogos otorgan a su dios. Pero el “conocimiento” (más vale seudoconocimiento) del hombre está pleno de errores, creencias falsas, hipótesis y teorías provisorias, equivocadas, que son reemplazadas a medida que avanzan las experiencias; luego no puede ser comparable con aquella hipotética sapiencia divina.
En cuanto a la capacidad intelectual del hombre se refiere, que ha estado “inexplicablemente” dormida durante milenios, para revelarse de pronto en forma explosiva en estos últimos tiempos, este tópico ya lo he tratado en mi libro titulado “La esencia del universo”, capítulo XIV, que recomiendo.
Decía allí que el genio latente, era la consecuencia de un epifenómeno de deriva mutante y de multiplicación y acumulación hereditaria de elementos neuronales y sus sinapsis; algo semejante a las unidades electrónicas y sus conexiones. Se trata de elementos repetidos por mutación genética que han incrementado la masa cerebral del hombre por deriva azarosa y presión de azar. Así, esos elementos repetidos y acumulados sin haber sido nunca empleada la totalidad de su potencial intelectual, se constituyeron en reserva de capacidad. Jamás fueron destinados adrede a crear la actual ciencia y alta tecnología y su utilización postergada fue fortuita. Esta acumulación hereditaria de elementos neuronales cual unidades electrónicas hasta la cifra de unos 100 mil millones, fue la clave de nuestra capacidad psíquica que ni aún hoy es utilizada en pleno. Así se explica el largo periodo de oscuridad intelectual, ese estado de letargo o latencia, y la explosiva manifestación posterior reflejada en la filosofía, la ciencia y la tecnología.
“Ese complexo celular entrelazado y conectado por un inconcebible número de sinapsis, es lo que nos permite reflexionar, recordar, concebir lo abstracto y amar al estilo humano.
“Por supuesto que aquí queda descartada entonces toda insinuación en el sentido de la intromisión de alguna otra sustancia como la espiritual para explicar las manifestaciones psíquicas y la conciencia”. (Obra mas arriba citada, cap. XIV.4).
Es muy posible que algunos animales, como ciertos cetáceos con cerebros grandes y complejos, posean capacidad intelectual, la cual no pueden manifestar por causa de su anatomía y el medio en que viven. Los delfines y las orcas, por ejemplo, parecen ser inteligentes. Quizás les falten sólo las manos y la palabra para manifestarlo.
Así también se explica que un rústico campesino analfabeto que nunca utiliza su cerebro para resolver complicados cálculos matemáticos, o solución de complejas ecuaciones, posea no obstante la capacidad latente para ello y que sus hijos, una vez instruidos puedan convertirse en sabios por herencia.
En cuanto a la idea de que la humanidad ha alcanzado la cumbre de la evolución, cabe aclarar lo siguiente: Nosotros nos vemos como una creación, como una fotografía que detiene el tiempo, como algo acabado, como un tope, cima o corolario de un largo proceso biológico evolutivo ahora detenido en el hombre actual. Lo que resta en adelante, se entiende que es una evolución en la civilización. La faz biológica -se cree-está finalizada; ahora sólo falta civilizarnos aun más. Sin embargo, esta imagen que poseemos de nosotros mismos en el aspecto biológico es totalmente falsa, y muy a pesar de aquellos biólogos que piensan que la evolución se ha detenido basando este “fenómeno” en la miscelánea de genes y ausencia de selección natural. Sin embargo, la selección persiste. El hombre de ciudad, candidato a especie nueva, es un ejemplo. En “el infierno de cemento” tienden a sobrevivir los mejor adaptados a ese modo de vida. Los desequilibrios mentales y ataques cardíacos hacen estragos en esos ámbitos artificiales y van quedando los mejor adaptados. Pero no es sólo eso. Dado que las mutaciones genéticas se producen sin descanso, la humanidad se va cargando cada vez más de genes nocivos cuya acumulación a la larga será fatal no sólo para la salud corporal, sino para la psíquica y el índice de inteligencia.
De modo que en el aspecto natural, no cabe hablar propiamente de una evolución constante, sino más bien de una transformación. Evolución significa adelanto, perfeccionamiento, más transformación puede indicar involución. En efecto, hoy sobrevive todo defectuoso esmirriado, inepto para dar progenie, capaz de transmitir taras hereditarias, predisposiciones a terribles enfermedades, fealdad (antesala de la desdicha), criminalidad, toda clase de desvíos y depravaciones sexuales, etc., porque se hallan protegidos por la sociedad; en concreto, por la medicina y las leyes. Nadie se anima a eliminar el lastre humano para depurar la especie. Por escrúpulos, por humanidad, por sentimiento, por creencias religiosas, todo se conserva en el acervo genético: el ADN (código genético), que en el futuro, contendrá tantos planes biológicos negativos que causará estragos en la “raza humana”. Idiotas, imbéciles, achacosos en edad juvenil, psicóticos agresivos, delincuentes, aberrantes sexuales… y toda clase de estorbos marca sapiens coexistirán e infestarán al tronco central aún sano de la especie, si no se toman salvadoras medidas genéticas.
El índice de inteligencia disminuirá y el hombre aun conservando e incrementando su longevidad, vivirá no obstante ello, más lleno de achaques, y esto le restará felicidad. Si este panorama sombrío ofrece más la imagen de una involución que la de una evolución, ¿por cual motivo entonces he expresado más atrás que la evolución no tiene por qué detenerse en el futuro?
En primer lugar, tengan todos mis lectores la plena seguridad de que el hombre no será en el futuro tal cual se ve a sí mismo en la actualidad, según la raza: amerindia, indoeuropea, negra africana, mogólica, como principales y otras menores y sus mezclas. Nuestra transformación es continua como la de todos los animales y vegetales de la Tierra. Y ni siquiera la Tierra misma, ni el Sol ni el resto de los astros del sistema planetario, ni el universo entero serán iguales.
La creación del mundo, la vida y el hombre, es un mito. En realidad, lo que existe es un proceso físico-químico que viene de lejos, del big bang, al que se añade el proceso biológico, suscitado en un proceso general continuo de transformaciones. Nuestro planeta, la vida y el hombre, son tan sólo episodios pasajeros que dejarán lugar a nuevos episodios que ya no tendrán nada que ver con el actual estado de cosas.
Nosotros nos estamos viendo sólo en una etapa de nuestra continua transformación, luego, según esta reflexión, repito, no hubo, ni hay creación alguna. Ni Teilhard de Chardin, ni Hegel, ni Scheler, ni evolucionista metafísico alguno que haya considerado al hombre como un tope de la evolución, como tampoco Leibniz, Kant Driesch, Becher ni Wenzl con sus ideas teleológicas, han estado acertados en su creencia de que todo ha confluido hacia la formación del ser consciente, inteligente: el hombre, como meta. No hay meta, a menos que la invente el hombre. No necesariamente debe interpretarse a la transformación biológica como progreso. El perro no ha progresado con respecto a los reptiles en cuanto a expectativa de vida, ya que un cocodrilo, un ofidio o una tortuga, animales primitivos, no obstante presentar un aparato circulatorio “imperfecto” que permite la mezcla de sangre venosa impura con la arterial pura, viven más de 90 años; la boa Pitón reticulada alcanza los 70 años y las tortugas gigantes pueden vivir entre 150 y 200 años, mientras que el perro sólo vive unos 14 años.
En cuanto al intelecto se refiere, el hombre tampoco es el tope en ese sentido, ya que podemos concebir una inteligencia diez, veinte… cien veces superior a la del hombre más inteligente.
El progreso de los cerebros electrónicos nos da la pauta de esa posibilidad.
Además del natural hay otro aspecto que atañe a la transformación biológica y se trata de la evolución artificial dirigida por el hombre. Esta es la única clave para el auténtico mejoramiento de la especie humana que he señalado en la mayoría de mis obras, como Razonamientos ateos, La esencia del universo, El universo y sus manifestaciones, y El superhombre genético, etc.
El hombre, en un futuro próximo, tendrá la oportunidad de transformarse a sí mismo de un modo tan radical, que podrá eliminar de su cerebro todas las tendencias execrables que afean la naturaleza humana como la agresividad, el egoísmo la envidia, la ambición desmedida, el vicio, etc. etc., al mismo tiempo que exaltar las tendencias hacia las virtudes e incrementar la inteligencia al grado superlativo. Esta angelización del hombre a la par de una multiplicación de su capacidad intelectual, podrá ir acompañada de una longevidad sin límites: 200, 500, 1000… años de vida. (El bíblico Matusalén y algo más en longevidad podrán existir, junto con la eliminación de todas enfermedades habidas y por haber).
Esta ambición que traerá aparejadas la transformación de todo el globo terráqueo y la colonización por parte de un hombre del futuro ubicado en un sinnúmero de planetas de varias galaxias, se podrá lograr mediante la ingeniería genética que ya hoy en día avanza a pasos agigantados.
Una vez conocido al detalle todo el mapa genético del hombre, será factible modificar el propio ADN para obtener a un superhombre angelical, a partir del actual hombre surgido del ciego y brutal proceso biológico desde las formas animales primitivas, un ser en bruto lleno de defectos y tendencias malsanas, dañinas contra su propia especie, como la de guerrear, asesinar, robar, engañar, mentir, sojuzgar, secuestrar, esclavizar, torturar, y otros actos abominables. Inclinaciones estas, no aparecidas precisamente a raíz de cierta “caída del hombre” como creen supersticiosamente los religiosos y teólogos, sino como obra exclusiva de la tosca, brutal, ciega y despiadada naturaleza.
Aquella posibilidad de carácter científico que consistirá en una auto metamorfosis, nos indica bajo otro aspecto, que la evolución no tiene por qué detenerse; por el contrario, dirigida inteligente y sanamente podrá proseguir impulsada por la tecnología humana, lejos de toda fatua pseudociencia de los charlatanes de antaño y de hogaño amantes de las infinitas falsas ciencias, hasta lograrse una especie de dioses naturales o semidioses de una perfección suma, cosa que la naturaleza por sí sola jamás pudo ni puede lograr.
Esto nos da la pauta de que, si no nos destruimos antes en una locura bélica, en el futuro podremos ser como el lepidóptero, lejos ya de la crisálida de de esta especie en estado larvario que aún somos, para transformarnos en comparación con una sublime mariposa gracias a la sana aplicación de nuestra inteligencia y buena voluntad. ¡Así sea!
Ladislao Vadas