Las ideas de una re-reelección de Cristina Fernández de Kirchner que comienzan a instalarse en la opinión pública no sólo demuestran que el kirchnerismo carece de sucesores potables, sino también el desprecio que sienten por la calidad institucional y la república.
Cada vez queda más en evidencia que el cristinismo, disfrazado de progresismo, intenta imponer en el país un sistema autoritario. Dicho en castellano básico, al cristinismo le gusta la plata más que el dulce de leche.
La mayoría de ellos con departamentos en Puerto Madero, dueños de complejos hoteleros, propiedades en Punta del Este, crecimientos patrimoniales declarados que ningún común mortal de Argentina podría pasar tan fácilmente por la AFIP sin ser revisado de punta a punta e infinidad de otros datos más, constituyen el universo de una corriente política que despotrica contra el egoísmo de los que quieren ganar mucho y se compadecen de los pobres desde las alturas de sus fortunas amasadas con tasas de rentabilidad envidiables.
La estrategia es presentarse como los progresistas que están defendiendo a los pobres mientras ellos acumulan aumentos patrimoniales que ni siquiera pueden justificarse. Su fuerza de choque fue cambiando. Primero era D’Elía y Moyano, entre otros, ahora es el Vatayón Militante disfrazado de un grupo de condenados por diferentes delitos que salen de las cárceles para hacer actividades culturales, mientras que los soldados de La Cámpora, a los que también les gusta la plata más que el dulce, se están encargando de destruir sistemáticamente la economía del país desde puestos públicos bien rentados.
Cada vez más aceleradamente nos dicen qué podemos comprar, qué moneda tenemos que usar, dónde tenemos que veranear, qué tenemos que producir y, dentro de muy poco qué podemos decir y qué no podemos decir. Todo ello en nombre de la inclusión social y la “democracia”.
Con la hipocresía que caracteriza a los regímenes autoritarios, dicen hacerlo en nombre de la inclusión social, la defensa de los puestos de trabajo y de la producción nacional, pero al final del camino se ve claramente el objetivo: un país dividido en dos grandes castas. Por un lado ellos disfrutando de grandes patrimonios y un buen nivel de vida. Por el otro, el resto de la población que seremos el lumpen sometidos al peso del monopolio de la fuerza del Estado. Una especie de siervos de la gleba que tendremos que trabajar para sostener a los que detentan ilegítimamente el poder y a los que disfrutan de los mal llamados planes sociales que viven a costa de nuestro trabajo.
Pero uno de los pasos previos es dividir a la sociedad. Tratar de convencer a los pobres que son pobres porque otros son ricos. En rigor algo de razón tienen, porque mientras ellos y los beneficiarios del modelo acumulan fortunas, el resto de la población se va empobreciendo. Los pobres son pobres porque quienes usan el poder a su antojo, engrosan sus patrimonios, y no justamente por ser empresarios emprendedores que se ganaron el favor del consumidor. Retener el poder es algo más que controlar el monopolio de la fuerza para violar los derechos de terceros, sino que también es un NEGOCIO. El ejercicio de la función pública ha dejado de ser un honor que le confiere la sociedad a una persona para que, por un tiempo, administre la cosa pública, para mutar en un negocio personal.
Otra forma de enfrentar o dividir a la población consiste en hacer un discurso tratando de estimular el resentimiento entre los diferentes sectores de la sociedad. Decir que la culpa de la inflación es de los empresarios que aumentan los precios, mientras el BCRA destruye el poder adquisitivo de la moneda a marcha forzada es una de las estrategias.
El responsable de la destrucción del sector energético fue Repsol y el modelo de los 90, nunca las barbaridades que ellos hicieron en este rubro. Es decir, a medida que el país va cayéndose a pedazos en su infraestructura, señalan un nuevo e inventado culpable y enemigo público al cual hay que castigar.
El escrache público que Cristina Fernández le hizo al dueño de una inmobiliaria por decir que había muy poca actividad, denunciándolo públicamente por no presentar una declaración jurada de ganancias, fue un claro mensaje mafioso. Acá nadie se queja porque el monopolio de la fuerza lo tengo yo y, simulando cumplir con las funciones de administración, aplicó el monopolio de la fuerza para intimidar a los que piensan diferente. El debate dejó de ser si la actividad inmobiliaria disminuía, sino el uso de los organismos del Estado para intimidar a los que dicen algo que moleste al gobierno.
Cuando el Ejecutivo interviene una empresa como Cicccone, a la cual no voy a defender, está violando el estado de derecho porque solo se puede intervenir la propiedad privada con una orden judicial. Esta gente le pasó por encima al orden jurídico vigente diciendo: ¿Saben qué? ¿Ahora que me alcé con el monopolio de la fuerza hago lo que se me da la gana? Y cualquiera que ose levantarse contra una creciente tiranía pasa a ser un golpista destituyente. Un operador de intereses ocultos. Un mercenario al servicio de intereses extranjeros y de los fondos buitres.
En este contexto, la reforma de la Constitución es el último paso para justificar jurídicamente el avasallamiento de las libertades individuales y pavimentar el camino para que el uso del monopolio de la fuerza del Estado pueda ser usado “constitucionalmente” contra los ciudadanos. Como lo escribí en otra nota: la idea es transformar los derechos de los habitantes en delitos, y el abuso en el uso del poder en un derecho de los gobernantes.
De alguna manera esto ya ocurre, porque si se aplicara la Constitución vigente, el abuso del poder que ejerce el gobierno y las violaciones al orden jurídico vigente, tendrían que ser sancionadas. En los hechos ya hemos perdido la democracia republicana y estamos en transición hacia una tiranía “constitucional”. Poner por escrito lo que hoy se hace, en forma de ley sería el objetivo último de esta movida para reformar la Constitución. Poner por escrito que el Estado puede violar los derechos de los habitantes en nombre de la “democracia”. Bastardear la palabra democracia para transformarla en tiranía. ¿Acaso la ex Alemania oriental no se llamaba República Democrática Alemana? En nombre de la democracia se la destruye.
¿Hasta dónde podrán avanzar en este proyecto? Solo Dios lo sabe. Sabemos que el gobierno actual no respeta las normas vigentes y traspasa todos los límites del Estado de derecho. Ir por más no es otra cosa que, como decía antes, eliminar el límite al poder del gobierno dejando a los ciudadanos sin derechos y sometidos “constitucionalmente” a los caprichos del gobierno de turno.
Lo que no sabemos es qué aval le otorgará la mayoría de la sociedad a este proyecto de una constitución autocrática. Si hoy mucha gente tiene miedo de hablar, mañana tendrá pánico hasta de respirar sin el permiso del burócrata de turno.
La otra pregunta es: ¿Puede una mayoría apoyar electoralmente el establecimiento de un gobierno autoritario violando los derechos de terceros? Sí puede hacerlo, pero eso no es una democracia, porque una democracia no significa someter los derechos de la gente en cada elección, sino elegir pacíficamente quienes serán los responsables, transitoriamente, de administrar la cosa pública. Cualquier otra cosa que no tenga que ver con este principio no es democracia. Inventemos otra palabra, pero no bastardemos la palabra democracia.
Las ideas de re-reelección de CFK que andan circulando por ahí, afirmando que el modelo necesita de su liderazgo, muestran que el kirchnerismo o cristinismo, no solo no tiene sucesores potables para ganar una elección, sino que, además, para ellos no es la calidad institucional la que construye un país, sino que creen en el liderazgo de una sola persona para que el país pueda crecer, según ellos. No son personas diferentes que, dentro de un marco institucional previsible, van alternándose en la administración de la cosa pública, sino que aquí hace falta un Fidel, un Stalin o un Hitler que, con el todo el poder del Estado, infunda el suficiente miedo y terror en la población para quebrar cualquier resistencia al autoritarismo que luchará contra el inventado enemigo de turno. El ciudadano tiene que vivir aterrorizado del poder del Estado todo poderoso, sometiéndolo a los dictados del mandamás so pena de ser tildado de colaborador de los “intereses ocultos que conspiran contra la patria”.
Puede ser que, finalmente, el oficialismo gane su pulseada en la reforma constitucional y se establezca un régimen “constitucionalmente” autoritario. Pero que ese régimen, salga de maniobras políticas poco transparentes o de una mayoría circunstancial, no impide que el sistema termine siendo un autoritarismo absoluto. En definitiva, que el autoritarismo se establezca con los tanques o con los votos es indiferente. Igual sigue siendo autoritarismo, porque ninguna mayoría circunstancial puede arrogarse el derecho de establecer un régimen que viole los derechos de terceros. El derecho a la vida, la libertad y la propiedad están por encima de cualquier gobierno o mayoría circunstancial, porque esos derechos son previos a la existencia del Estado y de cualquier gobierno. Por lo tanto, someter esos derechos a una votación es un intento de violación de los derechos humanos tratando de darle un aspecto jurídico a lo que en cualquier parte del mundo se llama dictadura.
Roberto Cachanosky
Economía para Todos