Se ha dicho tanto ya sobre la marcha del 13-S, que hasta nombre propio tiene, lo que la distingue de sus predecesores "Los Cacerolazos". ¿Por qué es así? No lo sé, no me corresponde a mí hacer ese análisis.
Lo que sí puedo hacer es contar lo que me llevó a ir, a unirme con miles de ciudadanos que marchamos en forma pacífica, agitando nuestras banderas argentinas.
Muchas veces me he sentido identificada con los reclamos y desde mi balcón hice sonar las cacerolas. Pero esta vez fue diferente. Sentí que debía estar allí. Había algo que me motivaba a salir del confort de mi casa; no sólo el estar en absoluto acuerdo con los reclamos ( defender nuestros derechos avasallados, decir basta a la corrupción, harta de tantas mentiras y atropellos, de tanta soberbia y negación, de que se burlen en nuestras narices hablando de igualdad desde sus departamentos millonarios y sus extravagancias; cansada hasta el hastío de sufrir y padecer la inseguridad en carne propia y que no se haga nada, que ésta no sea un tema relevante para el gobierno, por no decir inexistente, por la falta de compromiso en hallar justicia en todos los órdenes, por la impunidad con la que se desenvuelven algunos políticos y funcionarios, dolida por los 51 muertos de Once, sin justicia y que los ferrocarriles sigan "funcionando" igual, con el riesgo que eso conlleva, por Candela y por tantos crímenes sin resolver; la lista es larga). Había algo más, que me daba vueltas desde hacía un tiempo, algo que nunca antes había sentido... Miedo.
Era algo inexplicable, una sensación muy fuerte, lo que me llevó a formularme una pregunta: ¿Miedo a qué?
¿Miedo a defender mis derechos y los de los demás? ¿A expresarme y decir lo que pienso? Con el correr de las horas, el miedo crecía, quise inventar excusas para no ir: "Si nunca fui... ¿Para qué? Si total nada va a cambiar, capaz no va nadie." Y ahí obtuve mi respuesta.
Debía ir ahora más que nunca, vencer ese miedo, en democracia no debemos temerle a nada y menos aún a decir lo que pensamos, defender lo que consideramos justo y reclamar que nuestros derechos sean respetados. Si dejamos que nos domine el miedo, nos estancamos.
Mis convicciones no me permitían quedarme en la comodidad que da el miedo y dejar que otros hicieran por mí lo que yo debía. ¿Y mi dignidad? ¿Cómo miraría a mis hijos a los ojos? ¿Cómo podría seguir diciéndoles que al miedo hay que hacerle frente y avanzar? Si los he educado con el ejemplo. Definitivamente no podía dejar que el miedo me venciera. Y allá fui...con mi bandera argentina, como estandarte.
Lo que sentí al caminar por esas callecitas de adoquines fue algo inusitado, me embargó una profunda emoción hasta las lágrimas, se me secó la garganta y se me aflojaron las piernas. Estaba allí, ahí mismo donde ha transcurrido gran parte de nuestra historia; en esa plaza, recorrida por tantos próceres y por simples ciudadanos como yo, pretendiendo ser escuchados; creyendo en un país más justo, sin divisiones ni porcentajes, unidos en defensa de nuestros derechos.
Me di cuenta que el miedo se había transformado, llenándome de orgullo y felicidad. Feliz por haber tenido el valor de decir lo que pienso y orgullosa de haber vencido el temor.
Volví a casa llena de esperanzas al ver mi pueblo unido, reclamando sus derechos en paz.
No fue en contra de nadie, sino a favor de todos, quiero un país justo,unido donde se respeten los derechos de todos
De una sola cosa me arrepiento; el no haber llevado a mis hijos, ya que los privé de ejercer uno de los derechos básicos de la democracia: Poder decir lo que pensamos, respetando los derechos de todos.
Pensar diferente, no nos hace enemigos, sólo eso, diferentes y en el disenso podemos crecer, si aprendemos a respetarnos los unos a los otros.
Rosana Vera
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