La humanidad en general, no posee una conciencia clara de lo vano que es todo, porque sabe crear motivos existenciales y posee ilusiones y sentido lúdico que se manifiestan en la más temprana edad.
Lo tremendo suele pasar inadvertido a su derredor. Que un padre, una madre, hijo o hermano se convertirán en larvas de insectos y una masa putrefacta maloliente o en un montón de cenizas después de muertos, es una idea tan atroz que apenas cabe en nuestra mente. Esto resulta insoportable por causa de la índole de nuestro psiquismo, ya que desde el punto de vista exterior a nuestra sensibilidad mental., la masa putrefacta, los insectos necrófagos formados de elementos de nuestros seres queridos, son procesos en sí ajenos a lo que fue un organismo. Los seres queridos son tales únicamente para nuestro proceso físico, químico, biológico, psíquico, no para la realidad exterior. Son devenires de los protones, neutrones, electrones, quarks, gluones… de los que estamos hechos, que ahora se presentan para nosotros bajo otro aspecto.
El hecho del mal olor, del desagradable aspecto de la masa putrefacta, y la idea que asocia a los insectos repugnantes a nuestros seres queridos, es todo eso una creación de nuestro mundo psíquico. Lo otro, lo perteneciente al mundo externo, está allí imperturbable, siguiendo leyes físico, químico, biológicas circunstanciales que otorgan cierto fatalismo a los acontecimientos.
También nos repugna la idea no menos verdadera, de que somos anatómica y fisiológicamente un tubo digestivo (según el modelo arquetípico existente en los animales primitivos) rodeado de glándulas anexas, musculatura, esqueleto óseo, nervios, vasos, extremidades, piel, y otros anexos que se nutren a sus expensas.
También nos choca la verdad de que, cualidades tan exquisitas como el amor, la bondad, alojadas en la psique humana, tengan que depender de un proceso bioquímico expuesto a toda clase de eventos que atentan contra su integridad; y nos cuesta aceptar que un simple paro de la bomba cardiaca, sea suficiente para que todas las facultades mentales que hasta un instante producían maravillas, las neuronas que contenían todo un mundo, queden reducidas a la nulidad, lejos… muy lejos de la creencia en el alma que es un invento de nuestra mente.
Otra apariencia, son las formas que nos hacen creer que las cosas son bonitas. Así por ejemplo, lo que para los hombres constituye una hermosa mujer de piel suave y delicadas formas, una vez desollada, se transformaría en un verdadero monstruo para nuestra psique al mostrar sus músculos entrecruzados, sus órbitas oculares circundadas espantosamente por la musculatura orbicular de los párpados, y la boca por la orbicular de los labios. Y si además pudiéramos observar las ramificaciones de los vasos sanguíneos y las intrincadas redes del sistema nervioso, y más aún, si pudiéramos obtener una disección perfecta de todas sus partes anatómicas separando el cerebro y el sistema nervioso por un lado, el sistema cardiovascular por otro, el aparato respiratorio aparte, luego el tubo digestivo con sus faringe, estómago, intestinos estirados y glándulas anexas como el páncreas y el hígado, también los aparatos urinario y genital y finalmente el esqueleto, todo eso extendido, colgado en plena exhibición más de una persona se horrorizaría ante la nueva visión de aquello que teníamos delante como belleza en momento antes.
Belleza que no era más que una forma. Una forma de mantenerse todo dentro de un saco, un tejido celular que es la piel que envuelve un contorno muscular; que oculta todo eso y se muestra con aspecto estético al observador.
Para tener otro ejemplo en una microdimensión, podríamos imaginarnos poseedores de ojos con la capacidad de aumento de un microscopio electrónico.
Entonces, al observar a un delicado y gracioso bebé, comprobaríamos otra vez que se trata de una monstruosidad con su piel llena de enormes depresiones (poros), protuberancias pilosas (vello) y grandes surcos (pliegues).
Luego, si tuviéramos la posibilidad de empequeñecernos tanto hasta lograr el tamaño de un insecto de no más que un milímetro, con visión macroscópica para penetrar en su cuerpo con el fin de explorarlo, veríamos desfilar cosas tremendas y sobrecogedoras. Unas cavidades rodeadas de una poderosa masa muscular, el corazón del tamaño de una caldera impulsando torrentes de sangre por gruesas mangueras, produciendo un ruido ensordecedor Los pulmones cual fuelles de un gigante produciendo tremendas corrientes de aire a lo largo de enormes tubos ramificados. Los intestinos cual gruesos caños de material elástico moviéndose continuamente por el peristaltismo, con su contenido de voluminosas masas de alimentos mezclados con jugos digestivos; un aparato filtrante, el riñón hacia donde confluye sangre por una intrincada red de capilares y en donde quedan retenidas sustancias químicas disueltas en agua que van a parar a una inmensa bolsa, la vejiga.
Cada llanto significaría el paso de una potente corriente de aire proveniente de la cavidad torácica cuya fuerza hace vibrar unas cuerdas que producen sonido estrepitoso.
Y todo esto no es más que un delicado bebé que, calmado y apreciado desde una visión “normal” nos sonríe inocentemente y se granjea nuestro afecto.
Pero todo esto sería aun una forma macroscópica de apreciar las cosas. ¿Qué pasaría si pudiéramos ver todas las cosas con una visión capaz de percibir objetos o fenómenos hasta el tamaño de un micrómetro? Situados entonces dentro de un vaso sanguíneo, veríamos los hematíes cual gigantes balones desinflados bicóncavos, desplazarse en el torrente sanguíneo sin chocar gracias a sus cargas negativas de la cubierta exterior; a los “enormes” leucocitos fagocitar cuerpos extraños o listos para acudir donde hay perturbaciones patológicas, junto a los trombocitos con afinidades hacia el lugar donde se produce un traumatismo con pérdida de sangre. Ante nuestra visión semejante al microscopio óptico, los observaríamos moverse y actuar mecánicamente, todo ligado a influencias de diversas sustancias que impregnan el organismo.
Finalmente, si nos achicáramos tanto hasta ocupar una fracción de nanómetro, entonces el organismo del niño nos parecería quizás como nuestra galaxia, con los elementos formadores separados años luz unos de otros. Todo se haría irreconocible y habitaríamos un universo extraño muy lejos de la imagen de un niño.
Además, un cerebro distinto del humano podría crear en su propio y particular mundo psíquico (ya con una visión normal) formas realmente repugnantes al observar cabeza, rostro, brazos, torso y piernas del niño.
Este en que vivimos, es verdaderamente el mundo de las puras apariencias. Para mencionar otra ilusión, podemos añadir que mientras en el Anticosmos está ocurriendo de todo en materia de catástrofes, el hombre continúa encapsulado y soñando en su pequeñito mundo, creyéndose gran cosa y pensando que el universo entero se debe a él.
Como corolario podemos exclamar sin equivocarnos: ¡Qué lejos estamos de las fantasías místicas y creencias en almas inmortales que impregnan nuestro cuerpo y nutren nuestra mente! Evidentemente, después de lo expuesto, la idea de alma que informa al cuerpo es tan sólo una mera fantasía pseudocientífica.
Ladislao Vadas