El cielo azul, el sol y la luna que avanzan surcando el firmamento con un desplazamiento (apreciable ya en pocos minutos tomando como punto de referencia el horizonte, un cerro, un árbol) algunas estrellas, la bóveda celeste, lo arriba y lo abajo, los sólidos y los líquidos, nuestro cuerpo como algo estático en vez de un proceso biológico, la imagen reflejada en las aguas y en las superficies pulidas, el arco iris, los colores… son todas apariencias.
Lo que creemos ver como cielo azul, es sólo una ilusión óptica producida por nuestra capa atmosférica, muy delgada en proporción al volumen de nuestro planeta, que posee la propiedad de difundir las longitudes de onda que nos hacen ver distintos tonos de celeste y azul, y a veces, resplandores rojizos cuando el aire está cargado de partículas de polvo en suspensión.
El verdadero “color” del espacio sideral, más allá de la capa aérea, es negro en profundidad, donde refulgen los demás soles (estrellas) y algunos planetas.
El sol y la luna, si bien poseen movimientos propios de traslación que no podemos apreciar a simple vista si nos detenemos por unos minutos a observar, no surcan rápidamente el espacio como creemos ver, sino que es el movimiento del piso en que estamos asentados lo que nos lleva a engaño.
Esta comprobación llevó muchos años de controversias e intentos de demostración que fueron tenazmente resistidos. Recordemos al respecto el episodio de Galileo procesado y condenado por sostener el heliocentrismo, y las demostraciones copernicanas.
Algunas estrellas que nos envían su luz ya no existen, y debería decirse mejor “nos enviaron su luz”, porque lo que aprecia el observador del cielo son imágenes fantasmas. La luz que despedían esos cuerpos radiantes ya extinguidos, continúa viajando por el espacio e impresionando la retina de varias generaciones de seres humanos.
Tales son las distancias astronómicas en su recorrido, que muchos cuerpos extinguidos o estallados hace siglos o milenios, nos continúan dando cuenta de su presencia virtual y nos remontan al pasado.
La bóveda celeste plasmada en la mente de los antiguos como algo sólido, transparente, tachonado de estrellas, cuyo exponente lo hallamos en los modelos antiguos del “mundo huevo” (cascarón-clara-yema), fue y es una apariencia de algo inexistente. Nos da la impresión de estar habitando en el interior de una burbuja, cuando, en realidad, sobre nuestras cabezas se extiende un espacio donde no hay arriba ni abajo, sino todo igual perdido en el infinito.
Los sólidos y líquidos nos parecen tales porque poseemos una visión incapaz de apreciar la estructura material íntima. Si poseyéramos una visión ultramicroscópica superior al microscopio electrónico, lo sólido se nos podría presentar como una nube gaseosa o incluso, en el ámbito astronómico, como un espacio sideral con los cuerpos separados por distancias astronómicas.
Igualmente nuestro cuerpo, compuesto de átomos o quarks, se nos presentaría como una nube gaseosa antropomorfa.
Las imágenes reflejadas en las superficies pulidas como el espejo, son igualmente pura ilusión óptica; algunos animales se convencen de la existencia de otros iguales a ellos detrás de un espejo y suelen reñir con su propia imagen como los pavos. El hombre primitivo más de una vez se habrá sobresaltado al visualizar su “espíritu” reflejado en alguna superficie vidriosa y en las aguas quietas.
Los espejismos consistentes en la reflexión de la luz en las capas de aire de distinta temperatura y por ende de distinta densidad, son un ejemplo típico de apariencia que ha llevado al engaño a muchos exploradores.
El arco iris que en la antigüedad se suponía localizado en un lugar determinado y que fue motivo del nacimiento de la fábula de que en su base se encontraba un tesoro, es una pura ilusión óptica, pues dos observadores situados en dos puntos distantes uno del otro en varios cientos de metros en un eje en el sentido este-oeste, comprendidos en el área de la precipitación pluvial cuyas gotas descomponen la luz blanca cual un prisma, lo verán proyectado siempre, lógicamente, hacia el lado opuesto a sol, y a medida que avance hacia el espectro lo verán alejarse; y mientras un observador puede estar para un tercer testigo más cerca, el otro podrá parecer hallarse más lejos.
Todo es apariencia en estos casos, los colores no existen en los objetos, pues basta con iluminar las cosas con distintas longitudes de onda de luz para que cambien de tonalidad y si suspendemos el aporte lumínico eliminando la fuente, los objetos nos aparecerán todos negros.
Los daltónicos, ciegos para algunos colores como el rojo y el verde, y los animales con visión acromática, nos dan testimonio de la apariencia del mundo de los colores.
Las moscas parecían formarse de la carne en putrefacción por generación espontánea; las abejas, de la miel por el mismo proceso. Hace nada más que algunos siglos, todos los niños ‘sabían’ que un pelo de caballo dejado en el agua se transforma en gusano. Aristóteles creyó que los mosquitos y las pulgas se originan en la materia en putrefacción. Los renacuajos y las lombrices se originaban del barro, según los “sabios” de antaño. Las bacterias y los protozoarios podían aparecer por doquier, porque la vida era un proceso que se originaba constantemente. Esta apariencia fue aceptada por los grandes investigadores y se creía en ella. Fueron Redi y Spallanzani, y luego Pasteur, quienes destruyeron el mito de la creación espontánea continua de la vida, pues con sus experiencias de esterilización demostraron que todo ser viviente procede de otro ser viviente.
Las denominadas “babas del diablo”, tenues hilitos sedosos enredados cual copos de algodón, que surcan a veces el espacio en cierta época del año, parecen provenir del sol y hasta hoy día muchos creen que realmente se originan en ese astro, cuando en realidad se trata de pequeñas arañitas que tejen un manojo de telas para soltarse con ellas de las ramas de los árboles y viajar en los copos con el fin de cumplir el cometido de diseminar la especie. El efecto producido al observar en dirección al sol, es que los hilitos de seda reflejan la luz y parecen provenir de ese punto, cuando en realidad se hallan distribuidos más o menos uniformemente en un área determinada.
El famoso bíblico “maná”, sustancia dulce que puede cubrir extensas áreas y que aparenta caer del cielo, puede ser algo inexplicable para aquel que no posee inclinaciones de investigador, y es probable que el relato bíblico del maná que alimenta a los hebreos en el desierto tenga algo que ver con este “fenómeno”. En realidad, se trata del flujo producido por picaduras de pequeñas larvas de insectos que se nutren de la savia vegetal y que suelen atacar a extensas áreas arboladas produciendo una lluvia de una sustancia de sabor dulce que, como la del tamarisco, llamada maná de los hebreos, contiene sacarosa, glucosa y dextrosa.
La luna llena “abre las nubes”, se dice; y efectivamente en las noches de plenilunio o en períodos próximos al mismo, si hay nubes, parece que éstas son empujadas por la luz del disco lunar que parece viajar a gran velocidad por el cielo abriéndose paso entre ellas. En estos casos el cielo se halla nublado, pero como se trata de formaciones de cúmulos, estratocúmulos o nimbocúmulos, existen claros entre uno y otro airamiento de condensación del vapor acuoso. Estos claros no se aprecian a simple vista, pero cuando incide la luz del disco lunar, se ponen de manifiesto como zonas tenues, engañando al observador.
La “Luna chamuscadora” es otro ejemplo de apariencia. Este fenómeno se produce en el Viejo Mundo en los meses de abril y mayo, sobre todo apreciado en Francia. Según la opinión general, la luna llena ejercería una acción perniciosa sobre los brotes y las hojas tiernas expuestas a su luz durante las noches serenas, chamuscando los vegetales, como si éstos sufrieran los efectos de una helada, aunque el termómetro no acuse una temperatura tan baja. Cuando el cielo se halla nublado, no ocurre tal cosa, lo que hace pensar en un efecto frigorífico de la luz lunar.
La explicación física del fenómeno consiste en que durante las noches serenas y despejadas el suelo y los objetos del suelo irradian calor hasta enfriarse por debajo del cero grado, aunque el termómetro al aire libre continúe acusando aún algunos grados sobre cero, de manera que se produce una helada que perjudica a los pimpollos y plantas tiernas y la Luna resulta ser sólo un testigo de tal hecho que se puede producir incluso sin la presencia de este satélite de la Tierra.
Pasando a otro terreno de las apariencias, tenemos, por ejemplo, que un paciente paralítico puede aparentar ser tal por alguna supuesta lesión grave en la columna vertebral y por mas que se le quiera hacer andar por sus propios medios todo intento se verá frustrado por su autoconvencimiento acerca de su imposibilidad. Todos aquellos que tengan la oportunidad de presenciar la escena asegurarán que padece de una auténtica parálisis de origen somático cuando en realidad su mal se puede hallar únicamente en su mente, ya que puede tratarse de un neurótico del tipo de los histéricos, cuya parálisis obedece a un reflejo de la enfermedad mental y no a un mal somático.
Incluso la misma “muerte” puede ser sólo una apariencia. Un “cadáver”, con todas sus características que lo definen, como la palidez, enfriamiento, rigidez cadavérica, ausencia de pulso, etc., puede ser sólo una apariencia en los casos de catalepsia.
Infinidad de simulaciones psíquicas de individuos que se valen de artimañas para lograr ciertos objetivos pueden mantener engañados durante muchos años y hasta incluso toda la vida a sus allegados.
Otra apariencia, que percibida desde el punto de vista apriorístico, sin aplicar a ella el método experimental, nos induce a aceptar “algo superior” que así lo ha dispuesto: es la belleza de las flores y su aroma. En efecto, el hombre que se enfrenta con la naturaleza cree que el colorido, la forma y el perfume de las flores, han sido hechos para su deleite y de ello deduce la existencia de una cierta inteligencia creadora, idea que es trasladada a los grandes tratados filosóficos de las escuelas que niegan el valor experimental, minimizan a la ciencia empírica y creen poder deducir de la simple observación superficial de los seres (apariencias) sin investigarlos, una relación de causa a efecto de orden metafísico.
Sin embargo, las flores ya existían en el periodo Cretácico hace unos 130 millones de años, es decir, mucho antes de la aparición del hombre, y son además órganos sexuales cuyo colorido forma y aroma tienen como misión atraer a los animales prónubos para la fecundación, siendo estas relaciones florístico-faunísticas sólo casuales aparecidas accidentalmente como resultados de unas pocas mutaciones genéticas útiles entre infinidad de mutaciones inútiles que no dejaron rastros.
La posterior belleza que “aparece” junto con el hombre que la aprecia es un factor de supervivencia más para éste quien necesita ver el mundo bello para no caer en la tanatomanía cercana a la muerte (suicidio), pues todos aquellos individuos que no interpretaron ciertas cosas como bellas para imprimir optimismo y alegría a sus vidas, han terminado sus días en el suicidio cortándose de esta manera la propagación genética de los negativistas.
Sin embargo, hasta los grandes sabios de la naturaleza han quedado maravillados y prendados de la apariencia del colorido y belleza que presenta el mundo vegetal, tomando esta apariencia por algo creado intencionalmente para la humanidad.
Pero en el mundo de las apariencias, hay que distinguir varias gradaciones en los efectos que nos producen estos fenómenos que nos hacen ver falseadas las cosas.
Podemos luego separar ciertas apariencias, explicadas mediante una observación inteligente de los hechos.
Por ejemplo, primero las apariencias que nunca son imaginadas de otra manera y por ende aceptadas como algo real, auténtico, tal como se revela a nuestra percepción como los sólidos y nuestro cuerpo. Luego apariencias que aun aceptadas como tales, nos continúan impresionando como realidades, como es el caso del cielo azul, lo arriba y lo abajo y la traslación solar por el firmamento. Luego ciertas apariencias que son tales sólo para determinado nivel intelectual, rechazadas por otros, y por último apariencias tan sutiles que pueden engañar incluso a los estudiosos que suelen caer en grandes errores conceptuales de las cosas, como en el caso de la belleza de las flores.
En toda religión existen interpretaciones falseadas de los hechos naturales que se presentan bajo las más diversas apariencias. Los testigos de hechos aparentes relacionan cosas inconexas en la realidad; creen hallar causas de efectos que nada tienen que ver con ellas, como la luna “chamuscadora” que nada tiene que ver con las heladas, o la resurrección de un muerto aparente (cataléptico) que nada tiene que ver con palabras mágicas, posiblemente pronunciadas por el chamán o el personaje mitificado por causa de estas circunstancias.
Estas falsas interpretaciones de hechos inconexos, se incorporan a la tradición y de ahí son tomadas para reforzar las creencias, dada su calidad de respetable que adquiere todo lo que pesa desde el pasado.
Si bien algunos ejemplos que he citado nada tienen que ver con religión alguna, dan una idea acerca de los engaños en que puede caer la mente humana para dejarse llevar por las apariencias y elaborar sobre la base de ellas, diversos dogmas tenidos por verdades absolutas y miríadas de pseudociencias para engatusar a la gente.
Ladislao Vadas