Recuerdo diciembre de 1983, cuando ganó Alfonsín. Muchos jóvenes lo habíamos votado, más que nada, por la esperanza.
Mi padre, acérrimo peronista del primer Perón, y votante cantado de la fórmula Luder-Bittel, me dijo: "Invitá a todos tus amigos que les hago un asado, tienen que festejar que su esperanza haya triunfado". Lo hizo, desde luego. Participó. Festejamos todos juntos.
La foto, hoy, aparece más sepia que nunca. Impensable un evento similar en esta Argentina kirchnerista. Los argentinos estamos divorciados en malos términos.
Escrachalo, preso...
Si algo tiene el gobierno de Cristina Kirchner es previsibilidad. Todas las amenazas que formulan desde hace años, van en serio. Todas las batallas que entablaron, para afuera y para adentro, son de verdad.
Todo el odio que bajaron a la sociedad era genuino. Consiguieron hacer lo que les fracasó en los 70. Inocularon a un tercio del país con su veneno, y fabricaron una nueva generación de resentidos, militantes del odio. Y generaron la reacción inevitable de parte de los odiados: el repudio y la bronca. Acaso odio, también.
Siempre se sostuvo que, el principal problema de este tipo de manejos por parte de los Kirchner, no estaba tanto en insuflarles odio a sus seguidores respecto de determinado actor político del país, sino en el riesgo cierto de que ese odio lo enfocaran sobre la sociedad que no los acompaña.
La gente que marchó el 13S y el 8N manifestó su bronca contra el Gobierno, no contra los seguidores del Gobierno. Pero los seguidores del Gobierno mostraban su bronca sobre la gente común.
Estaba muy claro el riesgo que corríamos. Era la desintegración social.
Asistimos por estos días, a un festival de escraches. En resumidas cuentas, el escrache no es otra cosa que la foto del divorcio. “Con vos no me siento ni en el bondi”, “acá no te sirvo ni un café”.
Divorcios que ya se venían verificando entre amistades y parientes. Entre vecinos que se cruzan por la calle y no se saludan. Muchachos treintañeros que cuando se asomaron a la política padecieron kirchnerismo, y se creyeron que el enemigo de la patria era el cuñado que se queja de la inflación y le prende la luz del living a Lapegüe.
La Presidenta alienta estos comportamientos cuando arenga a la tropa propia con aquello de "es bueno que estén cerca, por si pasa algo", y los chiquitos cantan a coro "si la tocan a Cristina qué quilombo se va a armar". Manipulación elemental, básica. Manual del alumno bonaerense Kapelusz. Ingreso a primer año.
La diferenciación entre “ellos” y “nosotros” se advierte hasta en los actos públicos. Ponen vallas y cordones policiales para que asistan únicamente los del palo. Dejan al resto lejos. Atroz.
Estamos cerca de que los opositores al kirchnerismo deban llevar en el saco una estrella donde se lea "Fachen", y que se diferencien colectivos, bares, plazas y mingitorios públicos.
Divorciados
Los argentinos no estamos distanciados, estamos socialmente divorciados.
No nos pasamos la cuota alimentaria, nos denunciamos y no nos dejamos ver los pibes. Nos peleamos hasta por los veladores del casamiento. Nos hablamos mediante los bogas, que se juntan a cenar para ver cómo nos pueden esquilmar mejor a todos. Alguna conventillera del barrio nos ha llenado la cabeza contra el hermano. Hemos pasado de desconfiarnos, a tenernos bronca.
Hay que entender que la crispación no es una casualidad. Ha sido hábilmente instalada para dividir voluntades y, así, poder reinar.
El fanatismo tampoco es casual. Casi que les resulta imprescindible.
Al gobierno de Cristina Kirchner no le sirve tener adherentes, sino fanáticos. Porque los adherentes pueden cuestionar. Mientras que los fanáticos espiralizan sus argumentos hacia abajo, pero siempre terminan defendiendo lo indefendible.
Así se justifica el latrocinio, así se va logrando la “talibanización” del sentido común. Así el ladrón puede ser beatificado, o nombrado vicepresidente, así se logra que aclamen la liberación de Barrabás, crucificándolo a usted, porque denuncia la cueva de ladrones.
Salta a la vista que, para “el modelo”, todo este odio es altamente necesario.
Acaso el destino marcaba que, alguna vez, debían gobernar aquellos enamorados del odio de los 70. Acaso haya sido una etapa que la Argentina, de uno u otro modo, tenía que cumplir, vaya a saber. Pero no se retornará con elegancia de este asunto. No nos saldrá gratis este nuevo pleito social prefabricado. Por eso, es importante no olvidar y tener siempre bien en claro quién lo instaló y para qué fin.
Por eso esta revolución de opereta indefectiblemente debe terminar, dentro de tres años, en la Justicia. Para que permanezca suficientemente expuesto que, además de inocular vilmente su odio, se robaron el país.
Será la única forma de que los argentinos podamos explicarnos, por una vez, alguna historia verdadera.
Fabián Ferrante
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