¿Cuál es el parámetro que debe medir un Presidente para decretar duelos nacionales? ¿Es solidario un pueblo en que, un porcentaje importante de la población, le impone al resto, el luto por un líder de un país extranjero muerto, mientras mira para otro lado ante la desdicha de 52 compatriotas masacrados en un tren? ¿Los militantes que miran al cielo y cantan por “él” y por el Comandante, se habrán conmovido ante la desgracia ajena? ¿Existe un monopolio del dolor?
“Cristina está muy angustiada”, declaró el embajador argentino en Caracas, Carlos Cheppi. El hombre que tuvo sus quince segundos de fama cuando defendió a los servicios de inteligencia chavistas que le robaron material al equipo periodístico de Jorge Lanata, en el aeropuerto de la capital venezolana, agregó que “es una cosa extraña que me pasó con Néstor también, quizá sea una especie de negación”.
“Seguramente ahora están abrazados Néstor y Hugo en el cielo”, dijo emocionado el embajador venezolano en Buenos Aires, rodeado de militantes con banderas de movimientos sociales y partidos de izquierda.
A las 16:25, había muerto, oficialmente, el presidente Hugo Chávez Frías luego de 14 años en el poder. Durante su gobierno, la pobreza disminuyó de un 50% a casi la mitad, pero la inflación y la violencia social, convirtieron a Venezuela en un país amado/odiado, una revolución o una dictadura; un territorio sin contrastes ni matices.
Chávez fue el líder carismático que dijo que después de él, solo quedaba el caos. Un mesiánico que sabía que la muerte acabaría con su proyecto de poder personal, pero que no le preocupó, en lo más mínimo. Como Perón. Se presentó a las elecciones pero nunca asumió el poder.
Los servicios de inteligencia cubanos creerían que al líder lo habría envenenado “el imperio”. Lo afirmó el vicepresidente, Nicolás Maduro, quien, junto con sus asesores, preparó el terreno, durante las últimas semanas, para confirmar lo que todos sabían.
Dicen que murió en Cuba días atrás. Dicen muchas cosas. Todos los presidentes de América dijeron lo suyo. Algunos, como Dilma Rousseff, esbozaron algunas críticas al régimen chavista. Otros, la mayoría, fueron más papistas que el Papa.
Cristina se recluyó, decretó tres días de duelo y viajó para Caracas. Claro que no fue sola. Seguramente, en los próximos días, se observarán por televisión banderas del Movimiento Evita y de La Cámpora por toda Venezuela.
Pasadas las 16 h de ayer, un grupo de integrantes de las comunidades originarias Qom, de Formosa, esperaban ser atendidos por el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Martín Fresnada. El dirigente, apoderado del Frente para la Victoria de Córdoba, tuiteaba: “Comandante Hugo Chávez… Los pueblos de latino américa (sic) seguirán tu ejemplo hasta la victoria. Un abrazo enorme compañero”. Los qom esperaron pacientemente. Nadie los recibió.
“En River nos iban a dejar poner la bandera para recordar a mi hermano, pero después se frenó todo”, decía Matías Cerrichio en Ahora es Nuestra la Ciudad, el viernes 15 de febrero pasado. “La AFA da mil vueltas para que entremos con banderas y hacer el minuto de silencio”, agregaba Vanesa Toledo, quien perdió a su madre el 22 de febrero de 2012 en la estación de Once. Por la presión de los familiares en los medios, Fútbol para Todos incluyó un pequeño crespón negro en el lateral derecho de la pantalla de las transmisiones de los partidos del fin de semana del 22, 23 y 24 de febrero. River no dejó ingresar banderas recordando la fecha. Solo equipos del ascenso, como Morón, sí lo permitieron. Ningún funcionario dijo ni pío por esos días. Las redes sociales se inundaron de indignados que pedían que la Presidenta dijera algo.
“Vos no estuviste con nosotros”, le reclamó, horas después de perder a su hijo Carlos Garbuio, Zulma Ojeda en la cara a Cristina. “Aunque no aparezca, siempre estuve y estaré con ustedes”, le respondió la mujer que luego le diría que ellos todavía no sabían lo que era el dolor. Un año después, muchos familiares todavía se preguntan quién tiene derecho a sentir dolor y quién merece justicia y quién no en este bendito país.
Hace pocos días, el procesado exfuncionario, Juan Pablo Schiavi, dijo que le costaba conseguir trabajo y que los frenos del tren funcionaron correctamente la mañana del miércoles 22 de febrero de 2012, en que el azar, la impericia, la corrupción y la vista gorda mataron. En aquella oportunidad, Cristina acusó el golpe, viajó al Calafate, se recluyó y decretó dos días de duelo.
Tres días. Murió el comandante y la Argentina, al menos institucionalmente, lo llorará por mucho más que los tres días en que la Presidenta decretó luto nacional.
Buenos Aires está a 5.098 kilómetros de Caracas aunque, durante la presidencia de Hugo Chávez, las distancias parecieron solo un par de pasitos. Embajadas paralelas, la valija de Antonini Wilson, los discursos en Mar del Plata o en las escalinatas de la Facultad de Derecho, los intercambios turísticos de “militontos”, el financiamiento de movimientos sociales y fundaciones en negro, el lavado de dinero, las tasas más elevadas que el Fondo Monetario Internacional, los abrazos, los besos, la diplomacia para acabar con el ALCA, resurgir al Mercosur o inventar un rescate televisivo con las FARC colombianas como testigos preferenciales. Todo eso y mucho más. Chávez fue el más peronista de todos. Cristina, la más chavista de todas.
Anoche, cientos de jóvenes gritaban, avivaban y lloraban al líder venezolano. ¿Alguno de ellos habrá estado solidarizándose con los familiares de la tragedia de Once el pasado 22 de febrero? ¿Sentirán algo cuando ven la carpa de los excombatientes de Malvinas en Plaza de Mayo?
Para el militonto, las violaciones de los derechos humanos son cosa de uniformes, militares y de los 70. Para ellos, las injusticias solo ocurren en el mundo empresario, el de las corporaciones, en el terreno del enemigo o en el “imperio”. Sus amigos funcionarios solo son una máquina de dar buenas noticias, devolverle los derechos a los excluidos del sistema —se toman su tiempo, es cierto, pero la política es así, dicen— y reflejar la “cultura del aguante” contra el “poder”.
Sus intelectuales o filósofos del pensamiento nacional y popular se masturban con los extensos discursos de sus líderes, palabras de barricada y de guerras ficticias a toda hora. Explican a sus referentes por las bajezas de sus enemigos o, como se pregunta hoy, sarcásticamente, Hernán Brienza: “¿Queres saber quién era Hugo Chávez? Fijate quiénes lo lloran y quiénes festejan…”.
Piden respeto ante el dolor, su dolor, pero son irrespetuosos a toda hora. ¿Qué dirían si, supongamos, desapareciese Jorge Lanata, Mauricio Macri o Elisa Carrió? La burocracia que les dio vuelta la cara a los familiares de la tragedia de Once inundó las pantallas televisivas con la noticia de Chávez. Claro que en sentido contrario. Se fue, oficialmente, un martes. Seguramente, el fútbol se hubiese dejado de ver, para todos y todas, en las pantallas si el día hubiese sido otro. ¿Cuál es el parámetro que mide el programador, el funcionario y el dirigente ante el dolor?
No hay lugar para los tibios. Por esa razón, el dolor del otro —el otro entendido como alguien capaz de cuestionar el dogma— es visto como un enemigo en potencia. En el mejor de los casos, si la víctima no está en venta, se lo debe anular. En otras ocasiones, como en la tragedia de Once, se lo busca invisibilizar. “Todo hombre tiene su precio”, decía “él”. Por suerte, no todos.
Mientras tanto, en la Argentina, pareciese que el dolor y el luto, solo son “nacional y popular”. Las lágrimas del “otro”, son de cocodrilo.
Luis Gasulla
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