La luz, el agua, la educación, la salud, la seguridad, el servicio de Justicia y muchas otras prestaciones que debiera proveernos el Estado se han ido transformando en bienes difíciles de alcanzar para la ciudadanía.
La búsqueda de responsables nos lleva directamente a los gobernantes, pero dado que somos una república representativa, o al menos eso dice la Constitución Nacional, debiéramos indagar cuáles son nuestras responsabilidades como ciudadanos en esta sucesión de fracasos que como sociedad nos ponen más cerca de África que de nuestro propio subcontinente.
El deterioro que sufren todos los servicios que brinda o controla el Estado tiene como uno de sus principales puntos de partida el incumplimiento de la ley: corrupción, falta de controles, designación de autoridades inidóneas, todas ellas ilicitudes que contribuyen a destruir todo lo construido alguna vez y a evitar la construcción del país del futuro.
Frente a esto, la actitud del ciudadano, en muchos casos, ha sido distinguir entre ilegalidades buenas e ilegalidades malas. Justificar la violación de la ley según quien fuera el transgresor. Y, por qué no decirlo, convalidar de ese modo sus propios ilícitos, esos que transforman a gran parte de la ciudadanía en cómplice del poder corrupto.
Que quede claro, no estoy diciendo que las pequeñas corrupciones de muchos ciudadanos sean causa directa de todo lo que nos pasa, pero sí estoy seguro que esos ciudadanos, condicionados por su propia conducta, difícilmente tengan la capacidad de elevar sus quejas hasta las últimas consecuencias. La utilización de la AFIP o la Secretaría de Comerciocomo órgano de apriete se basa en la idea, según la cual, todos tienen algún muerto en el ropero.
Ahora bien, ¿qué pasaría si la sociedad fuese menos corrupta? ¿Y si cada uno desde su lugar rechazara las prácticas que, potenciadas, perfeccionadas y sistematizadas terminan colocando en el poder a verdaderos representantes del crimen organizado?
Se le atribuye a Al Capone la siguiente frase: “…la mafia suele desarrollarse en los regímenes democráticos. Las dictaduras, cualquiera sea su signo, no nos dan cabida. Por eso soy un hombre profundamente democrático. …” (“Al Capone”, Marabini, Sergio, Editorial Visor, 2004, pág. 54.) La mafia de la que hablaba Capone era la organización delictiva tradicional que se oponía al Estado y hasta competía con él vendiendo protección y algunos otros servicios. La mafia que hoy conocemos está fundida y confundida con el aparato estatal. Tiene su epicentro en las más altas jerarquías del propio Estado. Para decirlo con todas las letras, si Capone hubiese vivido en nuestro país, quizá no hubiese sido gangster sino Presidente.
Considero que el desafío para la ciudadanía en este año que comienza consiste en oponerse a la ilegalidad, con la denuncia, con la queja y, lo que es más importante, con el ejemplo. Marco Tulio Cicerón, abogado y político de la antigua Roma, dijo alguna vez que “El buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretende hacerse superior a las leyes.” Quizá nuestro problema sea que hemos tolerado demasiado.
José Lucas Magioncalda
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