Una triste postal ha recorrido últimamente el mundo bajo el rótulo de “una Venezuela dividida”. La imagen habla por sí sola. De un lado, manifestantes opositores encerrados en un cordón de policías, borroneados por las restricciones tecnológicas y visibles sólo a través de Internet. Del otro, una algarabía desconcertante de vivos colores transmitidos por cadena nacional en alta definición, con el presidente Nicolás Maduro a la cabeza anunciando la detención de un líder opositor tras imputarle las muertes ocurridas durante una marcha opositora que chocó con la represión tercerizada de las impunes bandas chavistas.
En general, tanto medios favorables al populismo como contrarios al mismo aceptan la consigna de que la tensión en Venezuela (y en sus satélites ideológicos y políticos) es fruto de una división o polarización espontánea. Una mitad piensa algo, la otra piensa lo opuesto y, como los caribeños son pasionales, el resultado sería un sistema de alta tensión. El gobierno, en ese contexto, vendría a ser una víctima más de las circunstancias y no el responsable. Pero la verdad es distinta. Basta con preguntarse por qué esa división extrema se da sólo en los países populistas (como Venezuela, Ecuador y Argentina) y no en los democráticos (como Uruguay, Chile y Brasil) donde la convivencia es posible.
El populismo ha pasado de mera patología a ideología, y de esa forma se ha vuelto más obcecado y fanático que de costumbre. Parte de esa ideología es la noción amigo/enemigo (tomada del jurista nazi Karl Schmitt), que le sirve para justificar la apropiación del Estado (Laclau) y para instalar una dicotomía irreconciliable (Mouffe). Estos dos últimos objetivos le permiten al gobernante populista mantener un simulacro de puja simétrica en forma relativamente controlada.
Se trata en realidad de un sistema de vocación dictatorial (busca la suma del poder público) pero sustentado en una base oligárquica-clientelar (entramado social con pandillas, organizaciones sociales y caudillos financiados por el Estado que se adueñan de los territorios a través de la distribución de prebendas).
El populismo se consolida, por lo general, en sociedades clientelares. Esto último se dio tradicionalmente en Latinoamérica. De ahí la predilección del sistema por nuestro continente. Pero dicho modelo político implica también una acentuación del poder central, en desmedro de la oligarquía feudal, que pierde poder político autónomo para convertirse en una especie de nobleza. Sigue siendo oligarquía en el sentido de ser beneficiaria de privilegios económicos y cargos públicos, pero como la idea de oligarquía es una categoría política, en verdad se trata más bien de una especie de corte del rey, al viejo estilo del absolutismo monárquico. Esa corte populista está conformada por fanáticos adoctrinados en el culto al líder y la demonización y el odio ejercidos contra quien piensa distinto.
Se puede hablar de populismo oligárquico o dictadura populista, según el foco se ponga en el entramado clientelar o en el ejercicio despótico del poder político central.
A simple vista, Venezuela está dividida en partes iguales, pero hay que tener en cuenta el enorme costo que tiene para un opositor manifestarse, arriesgándose a la represión policial o a una artera bala de algún delincuente cooptado por el gobierno. Por el contrario, el adherente al oficialismo cuenta con todas las facilidades de los recursos y las instituciones públicas funcionando a su favor.
A simple vista, los gobiernos de Chávez y Maduro han sido elegidos democráticamente, aunque en el último caso el margen de fraude directo parece haber sobrepasado los límites impuestos por los observadores internacionales más condescendientes. De cualquier forma, las condiciones para competir por la presidencia son absolutamente desiguales; salvo circunstancias excepcionales, quien maneja el Estado gana las elecciones ya que no hay Estado de Derecho que limite su uso discrecional.
A simple vista, opositores y oficialistas pueden expresarse, pero los primeros lo hacen a través de medios cada vez más debilitados y escasos, fuertemente perseguidos y arbitrariamente multados por el gobierno (hasta el punto de que hoy les queda casi solamente Internet). En las antípodas, el chavismo tiene un gigantesco emporio mediático privado-estatal monopólico a su disposición.
Los populismos oligárquicos, que con el tiempo devienen en verdaderas dictaduras populistas, son una real amenaza a la democracia en Latinoamérica y en el mundo. Claro que, para vislumbrar esta realidad, es preciso analizar el sistema democrático en forma sustancial, atendiendo a la real distribución del poder político en el pueblo en su conjunto. Ese sea quizás el desafío actual de la incipiente cultura política democrática latinoamericana.
Rafael Micheletti
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