(Foco Económico) Dentro y fuera del Gobierno se sostiene que el plan de CFK consiste en que en las elecciones presidenciales de 2015 el ganador sea Mauricio Macri. De ese modo, ella podría liderar la oposición desde una banca en el Congreso (lo que, además, le daría cierta tranquilidad desde el punto de vista de las inevitables investigaciones judiciales), y aspirar a ser candidata nuevamente en el 2019. El argumento continúa así: si lograra traspasarle a la próxima administración los costos de implementar un plan de estabilización, es decir, si pudiera terminar su gestión en diciembre de 2015 con los niveles actuales de desequilibrios macroeconómicos evitando una crisis aún más profunda, el próximo gobierno sufriría un desgaste significativo.
Eso tendría un impacto en las elecciones de mitad de mandato de 2017, facilitando entonces el camino del regreso al poder en el 2019. Para sintetizar el argumento, surge una comparación arriesgada y, en muchos aspectos, tal vez inadecuada: se trata del caso de Michelle Bachelet, que regresó al poder luego del gobierno de Sebastián Piñera.
Todo este argumento es demasiado simplista y se basa en un conjunto de supuestos muy difíciles de sostener. Por ejemplo, que el Gobierno podrá evitar que la crisis actual le genere costos políticos y electorales de importancia. En las elecciones legislativas del año pasado, el oficialismo obtuvo algo menos del 30% de los sufragios en todo el país. Resulta imposible estimar qué puede ocurrir el año próximo, luego de que en el 2014 el PBI caiga al menos el 2%, la inflación llegue a un 40% y se multipliquen los problemas en el mercado de trabajo formal e informal. ¿Podrá acaso CFK hacer una buena elección si es que quiere encabezar la lista de diputados nacionales por la provincia de Buenos Aires? ¿Qué ocurriría si sale segunda? ¿Cuál será la lectura si decide no competir, acaso que no se animó a perder en la provincia desde la que su marido y ella consolidaron el poder allá en el 2005?
También es cierto que no existen antecedentes históricos relevantes para especular con un liderazgo de CFK que trascienda la mediocridad: en estas tres décadas transición a la democracia, ningún ex presidente resultó ser demasiado influyente luego de abandonar el poder. Raúl Alfonsín terminó su vida muy respetado por todo el arco político, pero su influencia real resultó muy limitada y por su responsabilidad su partido experimentó un debilitamiento sin precedentes, del que no logra recuperarse hasta ahora. Carlos Menem es una sombra del presidente carismático y transformador de hace veinte años: está terminando su carrera política como un senador oscuro, marginal y totalmente sometido a los caprichos del kirchnerismo. Eduardo Duhalde tampoco logró recuperarse de su fracasada aventura electoral del 2011, cuando ya era en verdad un líder muy debilitado. Kirchner lo había desplazado de la Provincia de Buenos Aires y nunca más pudo reconstruir una base de poder autónoma y efectiva.
Por otro lado, dejarle al gobierno que viene los costos de sincerar la economía puede resultar un arma de doble filo. Es necesario recordar que los planes de estabilización implementados exitosamente en América Latina en la década de 1990 (en un contexto de términos del intercambio mucho menos favorable que el actual) les permitieron afirmarse en el poder a los incumbentes (las fuerzas que estaban gobernando), sobre todo gracias a que lograron bajar la inflación y solucionar la crisis de la deuda. Es decir, no es cierto que hacer el ajuste sea necesariamente algo impopular. Todo lo contrario: líderes tan diferentes como Alberto Fujimori, Fernando Enrique Cardoso y el propio Carlos Menem consolidaron su poder precisamente por su eficacia en estabilizar las economías de sus respectivos países.
¿Gana acaso algo de peso ese argumento cuando se hace la comparación con Chile? Sólo una lectura muy superficial y sesgada de la experiencia reciente de alternancia en el poder entre Michelle Bachelet y Sebastián Piñera puede alimentar las esperanzas de un liderazgo efectivo de CFK luego de que abandone el poder.
En efecto, la actual mandataria chilena finalizó su primer período presidencial (2006-2010) con una extraordinaria popularidad, gracias al éxito de su gestión, sobre todo a que la economía experimentaba un fuerte crecimiento luego, y a pesar, de la crisis internacional. Cabe destacar que no hay reelección en Chile, y que la coalición oficialista, con la fatiga natural de haber estado en el poder por más de veinte años, se había fragmentado y debilitado seriamente. Así se explica la sorpresiva aparición de Marco Enríquez Ominami, que le quitó competitividad al candidato de la Concertación, el ex presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle. Esto rompió el bipartidismo que hasta entonces predominaba en Chile y que se apoya sobre todo en el cuestionado sistema electoral binominal.
El retorno de Bachelet fue facilitado por una experiencia sumamente conflictiva de la coalición de centro derecha en la que se apoyó Piñera, quien asimismo estuvo lejos de cubrir las expectativas que dentro y fuera de Chile había despertado su triunfo. La peculiar situación generada en torno a la elección del candidato a sucederlo es una expresión contundente de la disfuncionalidad que caracterizó a todo ese gobierno y que de algún modo explica las dificultades actuales que muestran las fuerzas de centro derecha para reorganizarse.
A la vez, Bachelet había preservado su reputación y su prestigio alejándose del debate político cotidiano. Su papel en las Naciones Unidas la puso a resguardo de todo desgaste. Pudo reconstruir y hasta ampliar su coalición electoral con la incorporación de sectores de izquierda, fundamentalmente dirigentes del movimiento estudiantil surgidos al calor de la lucha por una educación pública gratuita y de calidad.
En síntesis, ni la historia argentina ni la experiencia chilena parecen brindarle motivos suficientes para que CFK pueda en efecto imaginar con optimismo un eventual retorno al poder: los ex presidentes argentinos suelen ser figuras grises, marginales, olvidadas. Hay pocos trabajos peores que ese. Toda la gloria y el poder que supieron tener, termina licuándose de manera tan rápida como inexorable.
Especular con ese futuro remoto parece constituir una curiosa y frágil estrategia para disimular las penurias del presente — el Gobierno no sabe cómo llegar hasta diciembre del 2015. Se avecinan cambios de gabinete y se agotó la táctica de confrontación permanente, sobre todo con los fondos buitre. Es un secreto a voces que el Gobierno alienta a que inversores privados le acerquen una solución mucho antes del próximo 1/1/15, cuando caduque la famosa cláusula RUFO.
Tampoco queda claro que CFK pueda evitar que gane un presidente peronista (como Daniel Scioli) o post peronista (como Sergio Massa), que constituya una triple amenaza: le dispute de antemano el liderazgo de ese movimiento; logre al menos comenzar a resolver los principales problemas de la ciudadanía (inseguridad, desempleo, inflación); y aliente el avance de las causas judiciales por eventuales casos de corrupción.
Si logra solucionar cuanto antes la situación de default y regresa a los mercados, el año próximo la economía mejoraría aunque sea parcialmente, incrementando las chances de quien surja como candidato del peronismo (los mejores posicionados son hoy el propio Scioli y, a considerable distancia, Florencio Randazzo). Una eventual segunda vuelta de cualquiera de ellos con Sergio Massa la desplazaría definitivamente del poder.
En síntesis, no existen por ahora demasiados motivos para suponer que Cristina podrá continuar influyendo de manera decisiva luego de abandonar su poder. Mejor que disfrute los quince meses que le quedan.