En los últimos años el término “soberanía popular” se ha utilizado de manera continua para justificar muchas de las acciones tanto del gobierno como de sus seguidores. Como si el pueblo fuese una entidad orgánica sin rupturas ni discontinuidades, sin matices ni relieves, la idea de “soberanía popular” ha conllevado a interpretar la democracia en los mismos términos en los que la interpreta el populismo: la democracia como un régimen bajo el cual, si un gobierno fue elegido mayoritariamente, pasa automáticamente a confundirse con el pueblo y, por tanto, queda legitimada cualquier acción que de aquél resulte. Lo que busca esconder este razonamiento es que las minorías también conforman el pueblo y, por lo tanto, los poderes de los gobiernos nunca pueden ser ilimitados.
La peligrosidad de tal idea ya había sido percibida hace 2.500 años por los pensadores de la Grecia clásica.
En el 462 a.C. Pericles había sido designado estratega en Atenas, y desde su cargo comenzó a implementar una sistemática campaña de pensiones con el fin de atraer un número cada vez mayor de seguidores. En otras palabras, personas que a la sazón se acostumbrarían a recibir todo del Estado. Cuando los recursos necesarios para esta campaña fueron escaseando, fue necesario exigir mayores contribuciones a los aliados de Atenas.
Esta fue una de las principales causas de la guerra del Peloponeso y de la posterior caída del esplendor griego.
Desde esta experiencia histórica es que Aristóteles discierne entre democracia y demagogia: “en las democracias en que la ley gobierna, los ciudadanos más respetados dirigen la cosa pública; en la demagogia no se muestran sino allí donde la ley ha perdido su soberanía”, convirtiendo así, un pueblo libre de la ley, en un pueblo déspota.
Sería el pensador ginebrino Jean-Jacques Rousseau, quien en el siglo XVIII inspirado en las ciudades griegas desarrollaría la idea de soberanía popular en su obra más conocida El Contrato Social, tan invocada a favor de la libertad. Rousseau, proclama esta soberanía denominándola Voluntad General como la identificación de todas las voluntades particulares con el cual se “identificarían” todos los individuos.
Pero la soberanía de esta voluntad general no podría ser ejercida a no ser que todas las voluntades formen una sola, entonces ¿Cómo lograr que todas las voluntades se identifiquen como una? En palabras del mismísimo Rousseau “transformar a cada individuo en parte de un todo mayor del cual ese individuo recibe de algún modo su vida y su ser; alterar la constitución del hombre para reforzarla” lo que traducido a las experiencias de los totalitarismos del siglo XX sería obligar a todo individuo a que se someta a la voluntad general o eliminarlo.
Los regímenes totalitarios de los siglos siguientes estarían inspirados en este principio de voluntad general.
Desde los jacobinos y el terror de la revolución francesa, pasando por la policía Cheka y las purgas en la Unión Soviética, a la “Ley Habilitante” de 1933 por la cual se revestía al Ejecutivo para legislar y reformar la Constitución en Alemania, y las consecuentes atrocidades de dicha década. Todos estos hechos contaron con el respaldo de gran parte del pueblo en su momento. Todos se ampararon bajo la voluntad del pueblo denigrando así la ley.
Benjamin Constant en el siglo XVIII, tras percibir el lamentable desarrollo la revolución francesa, aseveraría que cuando la soberanía del pueblo fuese ilimitada se crearía un poder tan grande, que sería un mal en sí mismo, cualquiera fuesen las manos en que se coloque: “hay masas demasiado pesadas para la mano de los hombres”, preanunciando así los límites al despotismo de la soberanía popular.
Ningún individuo ni grupo de individuos tiene el derecho de someter a otro a su voluntad particular, por más que la legitimidad del gobierno sea delegada por la generalidad de individuos. Hay un margen que esta fuera de todo arbitraje social, limitando la soberanía de cualquier mayoría. Más allá de esta línea, esta mayoría es tan déspota como el peor de los tiranos.
Los últimos siglos nos dieron experiencias de las consecuencias de dejar el poder absoluto en manos de personas que apoyadas por una mayoría, decían representar a todos. Tras la caída del muro de Berlín pensamos que ello quedaría en el pasado. Pero en los últimos años en Latinoamérica estamos presenciando la reaparición de esta tendencia que a falta de reflexión de los errores del pasado, podemos llegar a repetirlos.