El conflicto entre extremismo y democracia que se está sucediendo en el mundo nos afecta a todos. No es problema de Francia o de Estados Unidos. No se trata de una pelea entre Oriente y Occidente. Son los valores básicos de convivencia y respeto por la persona humana los que están siendo discutidos nuevamente porque, como de costumbre, esos valores molestan. Molestan a quienes se aferran al poder como un niño a un dulce, a quienes disfrutan de posiciones de privilegio ilegítimo y a quienes contaminan su propia mente con simplismos absurdos propios de todo fanatismo.
Es triste, muy triste, ver que el gobierno argentino, en este contexto, no es capaz siquiera de ocultar su apego al fundamentalismo. Los hechos fueron muy claros en el reciente atentado terrorista en París contra la revista Charlie Hebdo. Un par de locos desquiciados se convencieron a sí mismos de ser víctimas de la sociedad que los cobijaba y, con la excusa de su adhesión al Islam, ingresaron con metralletas a una reunión de trabajo del semanario francés y perpetraron una cruenta y fría masacre.
No hay mucho misterio. No hay mucho para comprender. Sin embargo, desde el programa televisivo de análisis internacional del aparato mediático estatal del gobierno argentino, inmediatamente empezaron a dedicarse a sembrar dudas sobre el suceso, buscando confundir a la opinión pública. Dieron a entender que había muchas cosas que “no cerraban”, que no se entendían, abriendo las puertas a la siempre a mano de los autoritarios teoría conspirativa, que transforma a las víctimas en victimarios, y viceversa.
En paralelo, la decana de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Plata y concejal kirchnerista, Florencia Saintout, tuiteaba: “Los crímenes jamás tienen justificaciones pero si tienen contextos”, como si se pudiera relativizar o comprender la barbarie absoluta. Su tuit no se trataba, sin duda alguna, de un homenaje justo a las víctimas, ni de una demostración de la más mínima sensibilidad necesaria para solidarizarse con el pueblo francés en un momento tan difícil. Luego, para disimular, quiso hacerse pasar por más inteligente que todos los franceses y los periodistas del mundo, quienes habrían interpretado mal el siniestro suceso: “Decir que esto es un atentado a la libertad de expresión es reduccionista. A los periodistas de acá les sirve para pegarle a un gobierno. En nombre de la libertad de expresión, se dice cualquier cosa.”
Por su parte, la presidente Cristina Fernández, que suele ser muy verborrágica vía Twitter, se mostraba particularmente pasiva y silenciosa, como si no pudiera decir a viva voz lo que pensaba realmente. Luego trascendió que le prohibió al canciller Timerman, quien se encontraba en París, participar en la marcha republicana en repudio al acto terrorista. El diplomático argentino fue de todas formas, y luego tuvo que reconocer que había acudido como simple ciudadano, sin representación oficial del gobierno argentino. La pregunta es entonces, ¿por qué negarse a que nuestro canciller nos representara en esa marcha por la vida, la democracia y la libertad de expresión, si estaba ahí, quería participar y no había impedimento ni costo alguno para hacerlo?
La verdad es dolorosa, y es que Argentina está actualmente gobernada y representada políticamente por una secta de fanáticos. La fuente del fanatismo, en este caso, no es el fundamentalismo islámico, sino el marxismo (o “posmarxismo”, como lo llaman ahora), pero los fanatismos se tocan, porque en el fondo son lo mismo con justificaciones distintas.
No importa el envase distinto que puedan adoptar los diversos extremismos, si luchan a través del terrorismo o por medio del populismo, con armas ilegales o a través del poder coercitivo del Estado. En todos los casos, entre fanáticos se comprenden, se solidarizan y se apoyan. Por eso Chávez se llevaba bien e intercambiaba favores políticos con la antidemocrática guerrilla colombiana de las FARC. Por eso el kirchnerismo no se solidariza de forma contundente y clara con el pueblo francés y su gobierno, sino que prefiere mirar para otro lado, callarse, ausentarse, disimular y sembrar dudas.