Los “volantazos” que pega el relato a menudo son demasiado bruscos. Decir una cosa hoy y mañana otra totalmente opuesta no es algo nuevo en el kirchnerismo. Ello suele ocurrir cuando el relato llega a un punto insostenible respecto de las evidencias de la realidad y, de alguna extraña manera, logra reciclarse como relato (es decir, como falacia) pero se acomoda respecto de los hechos con renovado maquillaje.
Tal cosa ha ocurrido con la muerte del fiscal Alberto Nisman, que generó un cortocircuito significativo en la estrategia discursiva que el kirchnerismo estaba poniendo en marcha a los fines de contener o morigerar los efectos políticos de la denuncia contra la Presidenta por el tema AMIA. Esa estrategia tenía, en resumidas cuentas, dos aristas: una que buscaba presentar al fiscal como un “ridículo” (así lo caracterizó Aníbal Fernández por ejemplo) cuya investigación era “demencial, un disparate” (así lo dijo Agustín Rossi), sin sustento real alguno; y la otra que, haciendo pie en las tan tradicionales como disparatadas teorías conspirativas, veía detrás de la denuncia de Nisman un intento de “golpe judicial” (y así lo calificó el gobernador ultrakirchnerista Sergio Uribarri).
Con la muerte de Nisman, no se hacía fácil mantener ambas aristas del relato. ¿Nisman era un disparatado suicida o un golpista al servicio de oscuros intereses? Era una cosa o la otra. Así, en un primer momento, el kirchnerismo buscó profundizar la caracterización del fiscal como un hombre que veía fantasmas y que, al darse cuenta que todo lo que había pensado ver no era real, decidió evitarse el bochorno de recibir en la cara los “tapones de punta” de Diana Conti y compañía y prefirió, pues, darse un tiro en la sien a sí mismo. Tal es el relato que subyace a la forma en que la prensa oficialista presentó la noticia los primeros días después de la muerte y, por supuesto, tal es el mensaje que está implícito en la primera carta que Cristina Kirchner subió en su Facebook.
Pero el relato rápidamente tuvo que girar ciento ochenta grados. En efecto, la idea del suicidio engendró muchísimas dudas en la sociedad, y empezaron a surgir indicios que hacían tambalear tal hipótesis: una puerta del departamento abierta, la ausencia de rastros de pólvora en las manos, la ausencia de nota suicida, la última foto de WhatsApp, la nota de las compras del día siguiente para la empleada doméstica, distintos testimonios de allegados al fiscal, entre otros.
Sostener el relato del fiscal demente que veía fantasmas y cuando se golpeó con la realidad no la soportó, se hacía cada vez más difícil. Fue entonces que el kirchnerismo decidió profundizar la otra arista que había abierto cuando Nisman todavía vivía: el redundante relato de las fuerzas oscuras que buscan derrocar al gobierno. Y la segunda carta de Cristina Kirchner, donde descarta de plano aquello que había afirmado con tanta seguridad antes (la tesis del suicidio), y expone ahora con la misma seguridad la teoría de que a Nisman lo mataron para derrocarla a ella, orienta de ahí en más cuál debe ser el nuevo relato del kirchnerismo respecto de la muerte del fiscal.
En rigor, la idea de un golpe contra el Gobierno Nacional se ha vuelto un lugar común en el relato kirchnerista. Se trata de un cuento que lo hemos escuchado, del 2003 a esta parte, incontables veces.
Realizar aquí un listado exhaustivo de todos los “golpes” que no fueron, excedería el espacio razonable de una columna de opinión. Pero valga recordar, al menos, a los “golpistas” del campo que en 2008 fueron tildados como “destituyentes” por oponerse a las retenciones desaforadas que se le pretendían aplicar, al tiempo que Néstor Kirchner denunciaba que “hay sectores ligados a la represión que están dando logística”. O los “golpistas de la oposición” denunciados en estos términos nada menos que por Amado Boudou en 2010, en el marco de la pelea por las reservas del Banco Central. O el intento de “golpe de Estado” que denunció ese mismo año Aníbal Fernández a raíz de la petición de la oposición de intervenir federalmente Santa Cruz. O la advertencia que hizo Héctor Timerman en junio de 2012, tras el desalojo de Lugo en Paraguay, en el sentido de que “hay intereses que quieren voltear a la presidenta Cristina Kirchner". O el supuesto golpe de Estado que se escondía atrás del reclamo de la Prefectura Naval en 2012. O el “golpe institucional” del que habló ese mismo año Cristina Kirchner, en el marco de la pelea por la ley de medios, presuntamente llevado adelante por el Grupo Clarín en conjunto con la Corte Suprema. O los “caceroleros golpistas” de 2013 que colmaron las calles de las principales ciudades argentinas para expresar pacíficamente su desacuerdo con el gobierno.
El golpe está en todos lados y en ninguno al mismo tiempo. Su estado potencial permanente es lo que hace del “golpe Anti-K” un fantasma que, como todo fantasma, no existe pero engendra miedo en muchos, volviéndose un factor de control social. Y jugar con el miedo de las personas desde el Estado, lejos de hacerle un bien a la democracia, la degrada varios niveles. De ahí que el relato del golpe que no es, constituye un hecho profundamente antidemocrático.
Lo que el relato del golpe produce, en concreto, es un desplazamiento de la víctima: ahora la víctima principal de todo esto no sería más Nisman sino el propio kirchnerismo, toda vez que la muerte del fiscal no habría sido otra cosa que un medio para la consecución de un fin mayor: provocar la muerte del gobierno.
Así de cínico es el relato.