La corrupción jaquea a las democracias sudamericanas. La Procuraduría brasileña comenzó a investigar si Lula da Silva influyó sobre gobiernos de la región para que la constructora Odebrecht ganara contratos de obra pública financiados por el Banco Nacional de Desarrollo. Es una derivación del escándalo Petrobras, donde se descubrieron sobornos por 3.000 millones de dólares. La ola salpicó a Dilma Rousseff, porque un empresario confesó haber financiado su campaña con dinero negro.
En la Argentina, Cristina Kirchner está bajo la lupa judicial por los convenios que realizó su empresa hotelera, Hotesur, con el constructor Lázaro Báez, presunto testaferro de su esposo. Báez, uno de los mayores adjudicatarios de obra pública, alquiló habitaciones durante 2009 y 2010, por más de un millón de dólares, en los hoteles que la familia Kirchner posee en la Patagonia. Hay innumerables indicios de que esos cuartos nunca fueron ocupados. La maniobra habría servido a los Kirchner para apropiarse de parte del dinero con que el Estado remuneraba a Báez por los trabajos que ellos le asignaban.
El juez que investiga a Cristina Kirchner, Claudio Bonadio, incautó documentación de Hotesur. La presidenta se burló de él vía Twitter. Sabía por qué lo hacía. Antes de que los papeles llegaran al tribunal, Bonadio fue desplazado por dos miembros de la Cámara de Apelación que suelen ser sensibles a las necesidades del Gobierno. Ahora Bonadio depende de la Cámara de Casación. Allí el expediente no estará en manos de jueces sino de conjueces. Son abogados a quienes se convoca para casos en los que los jueces deben inhibirse por algún conflicto de interés. La peculiaridad de Cristina Kirchner es que se sirve de conjueces para la ocupación permanente de los juzgados donde los funcionarios son investigados. O donde se investiga a quienes ella señaló como enemigos.
En la Argentina existe un dispositivo para que el crimen quede sin castigo. Funciona gracias a la presión del Ejecutivo
En el caso de la presidenta, los abogados que ofician como camaristas son Claudio Vázquez, amigo del secretario de Justicia; Roberto Boico, integrante de Justicia Legítima, la agrupación de jueces kirchneristas; y Norberto Frontini, exfuncionario del Ministerio de Justicia. Estos “magistrados” estudian dos alternativas: confirmar la remoción de Bonadio o confirmar la remoción de Bonadio.
El juez desplazado se identificó con el fiscal Alberto Nisman: “Si aparezco suicidado, busquen al asesino, porque no es mi estilo”, declaró. Nisman apareció muerto cuatro días después de denunciar a Cristina Kirchner por pactar con Irán el encubrimiento del atentado contra la AMIA.
Tres casualidades: el juez que reemplazó a Bonadio en la causa Hotesur, Daniel Rafecas, es el mismo que archivó la denuncia de Nisman. Los camaristas que desplazaron a Bonadio son los mismos que convalidaron esa decisión de Rafecas. Y los tres conjueces de los que depende Bonadio, fueron designados de urgencia en la Casación para convalidar el acuerdo con Irán.
En la Argentina existe un dispositivo para que el crimen quede sin castigo. Funciona gracias a la presión del Poder Ejecutivo, ejercida sobre todo a través del espionaje. La presidenta designó al encargado de monitorear para ella la causa AMIA como segundo de la Agencia Federal de Inteligencia. A esta influencia se agrega la del candidato presidencial del kirchnerismo, Daniel Scioli, que tejió su propio entramado judicial. El otro factor es la corrupción de muchísimos jueces federales. Para detectarla no hace falta una pesquisa. Alcanza con observar con Google Earth las mansiones de esos magistrados.
Las trampas que pervierten al sistema judicial argentino para que los funcionarios no sean sancionados son tan frecuentes que, a raíz de un trabajo del penalista Federico Morgenstern, hoy se discute la posibilidad de reabrir expedientes cerrados mediante manipulaciones. La Corte Suprema admitió ese criterio este año.
El PT brasileño y el kirchnerismo, que habían prometido regenerar la esfera pública, terminaron sumergidos en una ciénaga moral. Pero las diferencias del sistema institucional de cada país para procesar esa degradación son inquietantes.
Aun cuando la operación mani pulite brasileña alcanzó a Lula, no se advierte que Rousseff intente controlar los tribunales. Hay presiones para que lo haga: el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, manchado por el escándalo Petrobras, rompió con Rousseff y promovió investigaciones parlamentarias en su contra.
Dilma aún no respondió. Un contraste con su colega Cristina Kirchner, que intenta construir una autoamnistía para, antes de abandonar el poder, cubrir las lacras de la corrupción con el manto de la impunidad.