Es políticamente correcto decir que los políticos tienen que escuchar a la gente y que el pueblo no se equivoca. Lo primero es cierto. En la contienda matemática que propone la democracia –ese abuso de la estadística, a decir de Borges, que sin embargo es el mejor sistema conocido– se hace necesario sumar voluntades a favor de uno. Como esas voluntades son más o menos heterogéneas el discurso debe ser lo suficientemente ambiguo y plástico para contener a la mayor cantidad posible. No importa si se aprieta poco, mientras se abarque mucho. Y para abarcar mucho hacen falta conceptos lábiles y poco específicos, significantes vacíos –a decir de Laclau– tales como el oficialista “tenemos patria”, pero también el opositor “el cambio”.
Los políticos interpretan lo que consideran que la gente quiere y engloban estas demandas en un marco amplio, que luego es representado en un símbolo y un mensaje breve. Hoy la sociedad está tironeada por dos polos aparentemente opuestos: el cambio y la continuidad. La oferta electoral se posiciona dentro de un espectro de latitudes delimitadas por estas dos ideas. Desde una punta, podemos decir que el 60% de la gente votó por algún grado de cambio (si consideramos el kirchnerismo como la “continuidad absoluta”) pero desde el otro extremo podemos decir que un 60% de argentinos quieren mayormente continuidad (si computamos que el “peronismo” –otro significante vacío- la representa y sólo Cambiemos la quiebra).
Pero dejando de lado la oferta, se pretende aquí llamar la atención sobre la demanda. Y es que acaso la demanda electoral respecto a los grados de cambio y continuidad sea de imposible cumplimiento.
Es decir, cuando la sociedad reclama un cambio, no está pidiendo un gasto público menos intolerable, una mayor responsabilidad fiscal, una apertura económica que nos ayude a reinsertarnos en el mundo, un estado de derecho que haga cumplir la ley a los políticos pero también a los ciudadanos irrespetuosos de las normas. La gente no demanda pagar tarifas reales que contraigan y reviertan el déficit energético, ni dejar de ver fútbol gratis, ni sincerar un tipo de cambio artificialmente atrasado que implicará la pérdida del poder adquisitivo, ni una flexibilización de leoninas normas laborales que protegen al que tiene trabajo en desmedro del que no lo tiene.
Lo que la sociedad demanda es no pagar los costos de la realidad que elige. Quiere que la fiesta siga (continuidad) pero sin los costos (cambio). Quiere consumir sin producir, recoger beneficios sin correr riesgos, tener altos salarios sin aumentar productividad, buenos servicios públicos sin pagar tarifas decentes. La gente quiere un gobierno grande pero no quiere las consecuencias de un gobierno grande (inflación, si se financia con emisión; endeudamiento, si se financia con deuda; alta presión impositiva, si se financia con impuestos. O las tres cosas juntas, como sucede actualmente). Las personas quieren mercados cerrados cuando oferta y mercados abiertos cuando demanda, quieren trabajar para el Estado pero se queja de la cantidad de empleados públicos, quieren el discurso del garantismo penal pero no quieren que les roben o los maten. Quiere emborracharse y no sufrir resaca. No es posible.
Por eso, más allá de la oferta electoral, cabe reflexionar que nuestra demanda es muy mediocre. No sólo los pueblos se equivocan, sino que lo hacen muy a menudo. El nuestro es particularmente dado a dejarse llevar por los cantos de sirena del populismo que promete costos bajos o nulos.
Nadie –Scioli, Macri, Massa, o quien sea– podrá lograr que consumamos por encima de nuestro nivel de producción de manera sostenida. Nadie podrá prometer salarios altos si la producción es baja, ni mantendrá el valor del peso si tiene que emitir descontroladamente. Nadie puede ser blando con el delito y bajar la delincuencia. Nadie puede vulnerar sistemáticamente leyes y al mismo tiempo atraer inversiones. No se puede derogar la realidad. Los problemas de hoy –y los que se avecinan– son los costos de la “alegría” de ayer. La cuenta llega siempre, los economistas pueden errar el cuándo, pero fuera de eso es inevitable pagar las irresponsabilidades y el mal gobierno.
Por lo tanto, y más allá de la oferta electoral, mientras nuestras demandas como sociedad sigan siendo irresponsables, nos subiremos una y otra vez al carro populista y seguiremos repitiendo sus conocidas fases de alegría y depresión, ilusión y desencanto, continuidad y cambio.