La inflación es un concepto propio de la ciencia económica. En una palabra, refiere al aumento generalizado de precios producido por la pérdida del poder adquisitivo de una moneda cuando la masa monetaria aumenta a un ritmo superior de lo que crece la prestación de bienes y servicios en una sociedad.
Pero no tiene por qué tratarse de un concepto que quede reducido a los límites del estudio de la economía. Al contrario, creo que podríamos empezar a aplicar la noción de “inflación” a otros campos, como por ejemplo, el del derecho.
En virtud de esta extrapolación, sería posible advertir que el largo período kirchnerista no sólo ha traído consigo el viejo fantasma de la inflación de nuestra moneda, sino algo no menos nocivo (aunque sí menos tangible): una inflación al nivel de nuestros derechos, con su consecuente desvalorización.
En el marco de una alta turbulencia política que incluye campaña sucia e intentos desesperados por inyectar terror en los potenciales votantes de Mauricio Macri bajo el mensaje de “si no votan a Scioli perderán los derechos que les dimos”, es más necesario que nunca para nuestra sociedad debatir y redefinir qué entendemos por “derechos”.
Un derecho es un principio político-moral que define y protege nuestros márgenes de acción y libertad, asegurando la eficacia de los mismos. Tener un derecho significa estar liberado de la coerción de nuestros pares o del Estado para la realización de algo. Tal fue el sentido de los derechos civiles y políticos que emergieron con toda su fuerza a partir del Siglo XIX.
Derecho y libertad son, de tal suerte, conceptos interrelacionados; concebimos los primeros para salvaguardar la segunda.
En efecto, para Montesquieu la libertad era el derecho de hacer todo aquello que no estaba prohibido por la ley. El problema de su definición, le respondió Constant, es que la ley puede prohibir muchas cosas. De ahí que no sólo resulte necesario limitar al gobierno por la ley, sino también limitar el poder de la legislación misma si lo que se quiere salvar es la libertad. El constitucionalismo es en alguna medida hijo de esta necesidad.
No obstante, como se hizo con muchas palabras, la noción elemental de “derechos” fue desplazada por nuevas concepciones que han puesto todo patas para arriba. Esa noción elemental que fue barrida en la práctica es aquella que nos dice que cualquier supuesto “derecho” de un hombre que necesite para su cumplimiento la violación de los derechos de otro hombre, no es ni puede ser un derecho genuino, pues si todos somos iguales ante la ley, nadie tiene el derecho de violar los derechos de los demás.
Los Padres Fundadores de los Estados Unidos mantuvieron esta visión del derecho cuando establecieron en la Declaración de la Independencia que los hombres tienen el derecho a la búsqueda de la felicidad, y no el derecho a la felicidad por sí misma. Esto es, que el hombre tiene el derecho a llevar adelante todas las acciones que considere oportunas para conseguir felicidad; no que los otros tengan la obligación de hacerlo feliz.
Una sociedad que respeta la libertad entiende que un verdadero derecho no impone otra cosa sobre los demás que la abstención de interferir con la libertad de acción de quien es titular de ese derecho. Todo lo demás no es derecho en estricto sentido, sino privilegio.
Los llamados “derechos económicos” no son otra cosa que la facultad de apropiarse, con la mediación de la coerción estatal, de bienes y servicios que se han producido en la economía contra la voluntad de sus productores o propietarios originales. Es decir, es el derecho al fruto del trabajo ajeno y, en consecuencia, a la enajenación de la libertad de nuestros pares.
Como apuntó el célebre filósofo de Harvard, Robert Nozick, “tomar las ganancias de n horas laborales es como tomar n horas de la persona; es como forzar a la persona a trabajar n horas para propósitos de otra”. Difícil resultaría concebir a esto como un “derecho”; más apropiado sería llamarlo “privilegio” como hemos apuntado arriba.
Los “derechos económicos” vienen siempre como anillo al dedo a los líderes populistas, en tanto le brindan la base ideológica sobre la cual legitimar la conformación de una masa clientelar por un lado, y corroer los derechos civiles y políticos por el otro.
Pongamos algunos ejemplos escogidos por su claridad.
Ningún gobierno ha destinado tantos recursos económicos a los medios de comunicación como el del matrimonio Kirchner. Lo cual equivale a decir: ningún gobierno utilizó en tanta medida el fruto del trabajo ajeno, transformado en insoportable presión impositiva, para financiar medios que, librados a las reglas de la oferta y la demanda, no hubieran sobrevivido en el mercado.
Urge recordar a este respecto que el derecho de expresión significa que tenemos la libertad de expresar nuestras opiniones frente a quienes estén dispuestos a escucharnos y no, como lo hemos entendido a lo largo de esta década, el privilegio de que quienes no desean ni escucharnos, ni vernos ni leernos tengan la obligación de financiar nuestras opiniones.
En esta década, asimismo, se ha instalado la descabellada idea (entre tantas otras) de que tenemos “derecho a fútbol gratuito”. Pero conviene recordar que, dado que la televisación es un servicio económico y por lo tanto no está exento de costos, aquéllo no pasa de ser un eufemismo que oculta el hecho de que quienes no ven ni les interesa el fútbol estén trabajando para financiar el privilegiado divertimento de los aficionados a ese deporte.
Lo mismo ocurre con los subsidios, dádivas y prebendas en general. Podemos establecer, como el propio Friedrich Hayek admitió, un mínimo bajo el cual nadie deba caer. Pero es nocivo presentar la ayuda social como un “derecho”, porque cristalizamos el estado de necesidad como un modo de vida y no como una situación pasajera que es menester rectificar con arreglo al propio esfuerzo de quien la padece y al empujón que la sociedad puede darle para salir adelante. Concebir a la ayuda económica estatal -sea a personas en estado de necesidad o a empresarios amigos del poder- como un “derecho”, oculta el hecho de que para lograr su eficacia, personas de carne y hueso debieron entregar al Estado -bajo coerción impositiva- parte del fruto de su trabajo, lo cual equivale a decir, parte de su libertad, parte de sus verdaderos derechos individuales.
En síntesis, así como la moneda impresa sin respaldo destruye a la moneda sana en los procesos inflacionarios, en el derecho también ocurre que los privilegios disfrazados de “derechos” destruyen a los sanos derechos establecidos para proteger nuestra libertad.
Recuperar la República y dejar atrás el populismo requerirá, entre otras cosas, separar la paja del trigo y volver a llamar las cosas por su nombre: a los derechos “derechos”, y a los privilegios “privilegios”.