Que los motivos que hay detrás de la “ley antidespidos” son estrictamente políticos, es algo que a esta altura se cae de maduro. Si tuvieran que atenerse a principios ideológicos, ni el bloque massista ni el bloque kirchnerista deberían haber siquiera considerado la posibilidad de una ley de esta naturaleza. Perón y Cristina Kirchner, cada uno en su tiempo, y siendo Gobierno, arremetieron contra proyectos de ley prácticamente idénticos al que ahora sus pretendidos continuadores aprobaron con entusiasmo.
¿En qué se basan, pues, estos motivos estrictamente políticos? Para decirlo en una palabra, al massismo le conviene fortalecerse como oposición y ello lo obliga a despegarse del papel de tímido acompañante del oficialismo que hasta ahora había desempeñado; al kirchnerismo directamente le conviene que al Gobierno y, por añadidura, al país, le vaya mal. Esto no es novedad: más de uno ya lo dijo sin pelos en la lengua de manera pública.
Pero lo que todos calculan que ha de ser un enorme costo político, puede convertirse en una gran oportunidad política, en virtud de cómo sea manejado el tema, por supuesto. En efecto, en el veto de la ley colisionan dos relatos que, dependiendo cuál salga victorioso, el tiro puede salirle por la culata a la oposición.
Por un lado, tenemos el relato de la “ley en favor de los trabajadores” que un Macri “que representa a las clases adineradas y acomodadas de la Argentina” vetará precisamente en función de esta representación clasista (la realidad indica, no obstante, que esta ley a quienes más perjudicará será a las pequeñas y medianas empresas). Pero por el otro, aparece un Macri decidido a apuntalar un cambio estructural —y “cambiemos” aquí dejaría de ser apenas un simpático slogan político— que reoriente nuestra economía en base a un nuevo proyecto modernizador bajo el cual, leyes populistas de naturaleza cortoplacista, no tienen cabida y por ello mismo a aquélla se la ha designado como “ley antiempleo”.
Macri ya ha mostrado que es capaz de dar marcha atrás con algunas decisiones cuando éstas traen aparejados costos políticos, pero por su naturaleza no hacen al núcleo duro del muevo modelo económico que se pretende para la Argentina. El caso de los jueces de la Corte Suprema designados por decreto y la posterior rectificación del Presidente es acaso el ejemplo más claro que nos han dado estos pocos meses de gobierno.
El problema de la “ley antidespidos” es que efectivamente pone palos en la rueda que podrían trabar los engranajes que se han ensamblado para construir el nuevo modelo económico. No es casualidad que en el anuncio del veto en su visita a la empresa avícola Cresta Roja —fundida en la “década ganada”—, Macri haya hecho hincapié en tres significantes que deben apuntalar la narrativa del nuevo Gobierno: libertad, confianza y cambio.
Un Presidente que tiene más de empresario que de político necesita tener gestos específicamente políticos que vayan estabilizando su poder simbólico. Esto, sobre todo, en un país que no sólo por razones sociológicas e históricas, sino también por ingeniería constitucional, es hiperpresidencialista. El veto puede ser uno de esos gestos, y es aquí donde se muestra como oportunidad.
Pero la oportunidad no sólo sería en términos del liderazgo a nivel doméstico que Macri debe trabajar día a día, sino también como una forma de decirle al mundo y a los inversores que el Gobierno está esperando con brazos abiertos: entre la política y la economía, elegimos esta última. El cambio es también recuperar la seguridad jurídica, para que deje de ser ese “concepto horrible” que tanto odiaba Axel Kicillof.