La noticia de la detención in fraganti del ex secretario de obras públicas José López, con fajos de billetes y ametralladora en mano, tuvo un efecto tsunami. Al poco tiempo de conocido el hecho, legisladores del FPV huían de su bloque, kirchneristas de la primera hora pedían por primera vez explicaciones a su jefa y los más obsecuentes periodistas militantes bajaban los brazos.
En buena hora. Ahora bien, esta reacción es excesivamente tardía como para ser tomada en serio, o como para creer que en un futuro esas mismas personas van a demostrarse lo suficientemente sensibles hacia la corrupción y el autoritarismo cuando sean ejercidos por su propio partido o en nombre de su propia tendencia ideológica.
De ser por ellos, el gobierno kirchnerista hubiera seguido robando y concentrando poder y “Cristina Eterna” se hubiera llevado puesta la Argentina como Chávez y Maduro se llevaron puesta Venezuela, que agoniza lentamente en un caos de violencia, inflación, represión y desabastecimiento.
El objetivo de esta nota no es quedarnos mirando para atrás ni negar la posibilidad de perdón social (que no es impunidad) para los que siguieron sosteniendo a un gobierno autoritario y corrupto a pesar de las numerosas evidencias de su naturaleza. Pero es importante que entendamos las causas últimas de tanta complicidad, para que aprendamos la lección y la historia no vuelva a repetirse. Y la causa fundamental es el fanatismo.
Mucho se ha hablado de la grieta durante la década kirchnerista, pero no siempre se ha precisado del todo o con plena contundencia su verdadero origen. Por eso ha podido verse el oxímoron de kirchneristas quejándose de ella. Lo cierto es que la división social es causada por el extremismo. Quien cae en cualquier forma de extremismo, sea de izquierda o de derecha, está automáticamente creando una grieta a su alrededor. Y esa grieta desaparece cuando desaparece el extremismo, o cuando los extremistas se debilitan tanto políticamente que su prédica ya no ejerce una influencia significativa.
El fanatismo es la negación de la realidad, la renuncia cómoda al criterio propio y la subordinación incondicional e irresponsable a un líder mesiánico. Es darle rienda suelta a un impulso irracional de agresividad y de sentido de pertenencia que brinda una ilusoria seguridad egoísta. Es la consideración de los demás seres humanos como simples medios y la atribución de malas intenciones a quien piensa distinto por el sólo hecho de pensar distinto. Fanatismo e idealismo son cosas muy distintas. El idealismo es sacrificarse o arriesgarse por ideales y creer en el bien común, mientras que el fanatismo es reemplazar los ideales por dogmas que esclavizan la mente, duermen la conciencia y excluyen.
Si el kirchnerismo pudo ganar elecciones y saquear nuestro país impunemente durante doce años, fue porque se rodeó de un séquito de fanáticos que le brindó legitimidad pública, épica y mano de obra incondicional. Esto debe llevarnos a reflexionar sobre qué es lo que anduvo mal en nuestra cultura, en nuestro sistema educativo y en nuestros valores como sociedad, que permitió que el fanatismo o extremismo pueda florecer con tanta facilidad y tener tanta colaboración.
No está de más preguntarse si educamos de verdad en la moderación, en el republicanismo y en la democracia como manda nuestra Constitución; o qué clase de mensaje brindamos a los jóvenes cuando rendimos homenaje a líderes autoritarios, sean estos de izquierda o de derecha, como Rosas, Perón o el Che Guevara (que gozan de calles a su nombre y estatuas en nuestro suelo).
En algunos casos, como mucho, se podrá comprender cierto autoritarismo en el marco de un contexto general autoritario, pero de ahí a festejar, homenajear o idolatrar a un líder autoritario hay una distancia enorme.
Tanto la extrema izquierda o marxismo en sus diversas variantes, como la extrema derecha o nacionalismo en sus distintas manifestaciones, son ideologías o cosmovisiones autoritarias que deben ser combatidas y repudiadas por todos en la medida de nuestras posibilidades, seamos de izquierda o de derecha, sea cual sea nuestro rol en la sociedad. Sólo desde la democracia se pueden encontrar soluciones racionales a los problemas. Todo lo demás será siempre pérdida de tiempo, cuando no lisa y llana destrucción.
Participar en elecciones no es sinónimo de ser democrático. Políticos y partidos de los más autoritarios han participado en elecciones porque era el único camino viable para acceder al poder. Un auténtico espíritu democrático implica exigir transparencia y rendición de cuentas, sospechar sanamente del poder, tolerar y promover la crítica y el debate, respetar la división de poderes y trabajar por la desconcentración del poder en los ciudadanos en vez de por su concentración en un líder megalómano.
Quienes ahora (¡recién ahora!) abandonan o cuestionan a Cristina Fernández, porque su discurso se hizo añicos, todavía tienen que probar su espíritu democrático. Todos los argentinos debemos mirar para atrás sin ánimo de venganza para reflexionar sobre qué podemos mejorar para hacer más democrática nuestra cultura.
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