La corrupción kirchnerista ha adquirido una dimensión de espectacularidad, en el sentido más literal posible. Como suele ocurrir con los exitosos culebrones a menudo importados, los argentinos “la miramos por TV”, esperando siempre ansiosos, casi como una expresión del más curioso masoquismo social, el próximo capítulo que promete ser, valga la redundancia, todavía más “espectacular”.
Bolsos tan cargados de dinero que hay que pesarlos para saber cuántas divisas contienen. “Valijeros” que dicen y se desdicen, que pasan por programas de política y del espectáculo, como si se tratara de lo mismo. Lavadores de dinero que preguntan desafiantes “¿querías show?”, para luego pedir perdón desde la prisión. Filmaciones de gente contando más de cinco millones de dólares en “La Rosadita”. En el video aparecen, entre otros, Martín Báez, Pérez Gadín y el esposo de una vedette. Lázaro Báez termina preso y procesado por quedarse con algunos (varios) millones de dólares de la obra pública. Los hijos del preso, dubitativos, sugieren por ahora tímidamente que la “jefa” de la banda era la propia Cristina. Y algo no menos importante: que el Juez que tiene la causa se paseaba por Olivos.
Por otro lado, bolsas con 9 millones de dólares se “revolean” dentro de un monasterio. Se trata de López, el segundo de De Vido, el ex ministro procesado por la tragedia de Once en la que murieron 51 personas. López es visto “in fraganti”. Lo detienen. Pide cocaína. Su abogada alega problemas psiquiátricos. Su abogada termina en “el bailando”, con Marcelo Tinelli. En paralelo, se encuentran tres criptas (¿o “bóvedas”?) dentro del mismo monasterio donde López arrojaba “sus” dólares. Las monjas no saben mucho, por supuesto, aunque han vinculado a Alicia Kirchner, la hermana de Néstor.
Casi al mismo tiempo, traen desde Paraguay a Pérez Corradi, el prófugo por el triple crimen de General Rodríguez. Usan a un doble del reo para bajarlo del avión, temiendo que lo masacren al llegar a Argentina. Al verdadero reo lo visten de policía, y lo ponen a cubrir al falso reo. Pérez Corradi se deschava y señala a Aníbal Fernández y a Ricardo Echegaray como los funcionarios políticos vinculados al tráfico ilegal de efedrina en el país. No es el primero que lo dice: Martín Lanatta, desde la cárcel y antes de fugarse, ya lo había confesado también por televisión.
Dicen que muchas veces la realidad supera la ficción. El problema es cuando la realidad se vuelve espectáculo, pues aquélla se convierte en reality show. Es decir, la realidad pierde parte de su sustancia y de sus efectos, que son arrebatados por el show. Y las víctimas de la realidad van despojándose de su condición de víctimas para ocupar el lugar (masoquista, ya lo dijimos) de ansiosos espectadores “pochocleros”.
Del otro lado del telón, los corruptos se vuelven una suerte de celebrities que se pasean por los pasillos de los canales de televisión. Los productores de TV compiten desaforadamente por “tenerlos en el piso”; su presencia en tal o cual programa se anuncia con bombos y platillos. Los programas de chimentos hablan de política, y los de política hablan de chimentos. Las vedettes opinan de política, y los políticos se emparejan con las vedettes. La lógica del rating así lo exige, y la lógica del rating es un producto, a su vez, de las exigencias televisivas de la gente.
Giovani Sartori diría que el argentino ha dejado de ser homo symbolicum (hombre simbólico) para ser simplemente homo videns (hombre que ve), lo cual significa que hemos desestimado todas nuestras capacidades simbólicas y políticas que nos caracterizan como seres humanos, para reducirnos a la pasividad de la expectación que nos convierte, a la postre, en homo ludens (hombre lúdico). ¿No hay muchas veces más divertimento que indignación en el ver una nueva y espectacular noticia de corrupción? “El acto de ver está atrofiando la capacidad de entender”, sentenciaba el politólogo italiano.
Así las cosas, en este reality show que día a día nos brindan los corruptos —cuyo elenco va en exponencial aumento—, la corrupción pasa a ser cosa de actores y no de estructuras; de individualidades y no de política. La corrupción se constituye en los corruptos: tienen nombres y apellidos, tienen carne y hueso. Son los que vemos en la TV. Pero las estructuras institucionales, los sustratos culturales y las fantasías ideológicas que posibilitaron la corrupción como enfermedad endémica de nuestra política, exceden las representaciones que es capaz de producir la lógica del espectáculo (y del rating).
Cuando la realidad se hace show, dijimos, adormece los efectos que la realidad tiene sobre sujetos activos pues ahora, en tanto show, penetra sujetos pasivos y expectantes. La corrupción, como resultado final, se despolitiza; se vuelve espectáculo. No indigna: divierte. No moviliza: retiene. Se constituye en algo más parecido a una película de Hollywood, que a la triste realidad de un pueblo saqueado por quienes decían encarnar una revolución “nacional y popular”.