Luego de tantos años de populismo —y no me refiero con ello exclusivamente al ya descomunal período kirchnerista como si se tratase de un fenómeno aislado, sino que incluyo allí a la mayor parte de la clase política argentina en general y a todo gobierno peronista en particular— finalmente han logrado que la sociedad argentina haya quedado impregnada de las barbaridades que nos hicieron creer, de manera tal que un mundo paralelo al de la realidad se ha instalado en nuestros cerebros, en el cual las cosas pueden ser y no ser al mismo tiempo y en donde los límites son solo líneas imaginarias que un funcionario debería ir ampliando a medida que el pueblo crea que eso es lo correcto.
Pasado aquel famoso “54%” tan aclamado por la entonces presidente Cristina Fernández en el año 2011, comenzó un período en el ya no quedaba demasiado por revolver en el fondo del balde y en el que, luego de dilapidar lo recaudado por años de azarosa bonanza económica consecuencia del mejor contexto internacional de nuestra historia, la basura escondida bajo la alfombra comenzó a rebalsar y el olor putrefacto de la demagogia ya no pudo ser disimulado e invadió las vías nasales de la sociedad.
Así se dio en esta nueva fase una serie de cacerolazos realmente multitudinarios en todo el país, en los que la gente exigió fervientemente un cambio de rumbo para una República Argentina que ya no merecía ser llamada siquiera República –cosa que en la actualidad ha quedado aún más en evidencia con el repentino actuar de la justicia-. Finalmente ese malestar ciudadano se hizo notar en donde realmente cuenta, las urnas.
Hace tan solo meses más de la mitad del electorado colocó a un presidente cuyo nombre partidario, Cambiemos, resumía lo que el pueblo con su voto demandaba: un verdadero cambio. Con esto parecía que se había llegado a un acuerdo ciudadano, la gente estaría dispuesta a dejar atrás una artificial forma de vida basada en el subsidio estatal en casi cuanta actividad pueda realizar el ser humano, desde la electricidad, el gas, el agua, el transporte y hasta el mismísimo fútbol; para comenzar una nueva era en el país prácticamente desconocida para los argentinos en el último siglo, en la que simplemente cada uno pague por lo que use, tan razonable como sencillo.
Nada de eso, llegado el momento del tan ansiado cambio que nos haría madurar como nación y alejarnos del bochornoso grupo de los países que lideran los más vergonzosos índices mundiales (de corrupción, inflación, etcétera), parece ser que no estamos preparados para abandonar el nido de papá estado y convertirnos en adultos responsables.
La Argentina es un país tan increíble que hasta se puede ser y no ser al mismo tiempo: todo el mundo coincide en que los precios del gas y de la electricidad eran irrisoriamente bajos, pero si el gobierno quiere aumentarlos para que el ciudadano pague aunque sea el 70% del costo se le llama a esto ”tarifazo salvaje”, todos coinciden en que es totalmente ilógico que el estado dilapide dinero en el fútbol, pero nadie quiere que deje de ser gratuito , todos coincidían en que el empleo público había crecido desmesuradamente en los últimos 12 años, pero cuando se ponen las cuentas en orden y se echa al que no trabaja se le llama ola de despidos, en fin, todos quieren que acabe la inflación pero le piden al gobierno que gaste más y más dinero y mientras a la vez le exigen que recaude menos y menos del mismo, como si de esta manera dejaran alguna otra alternativa más que la de volver a poner la fábrica de billetes a toda máquina.
En la Argentina estamos realmente desquiciados, parece ser que todos queríamos un cambio siempre y cuando éste no implicara cambiar consigo nuestra insostenible forma de vida. Espero sinceramente que, pese a este delirante contexto, el gobierno se arremangue y ponga las cosas en orden, que nos despierte de este mundo de falsedades y nos haga el histórico favor de regresarnos a la realidad.