Durante décadas, las escuelas, las universidades y los medios de comunicación han instalado en el subconsciente de los individuos, una serie de conceptos que delimitan el espacio en el que uno puede pensar; fijando la demarcación de lo políticamente correcto.
Lo brillante de este límite invisible, ambiguo y vago de nuestro pensamiento es, precisamente, que no se puede identificar con claridad, por lo tanto, no se puede cuestionar puntualmente.
Pero además, este “corralito” tiene otra característica sobresaliente, el guardia que cuida que ningún pensamiento salga de ese límite, es el propio prisionero. Brillante.
Brillante porque no existe en el mundo nada más efectivo para esclavizar al hombre, que esclavizar su mente, nada más efectivo que convertirlo a él mismo en su propio custodio; custodio que no precisa usar la violencia física para mantenerse como su propio prisionero, las cadenas que usa se llama autocensura.
Por eso es tan difícil intentar mostrarles a estos esclavos que lo son, porque están profundamente convencidos del altruismo de estos ideales, de la calidad ética superior de la moral del auto sacrificio.
Dos son los principales pilares sobre los que se asienta esta estructura. El relativismo moral y el bien social.
Y los cimientos sobre los que estos pilares descansan son: el sentimiento de culpa y el confort.
El sentimiento de culpa nos limita en la capacidad de emitir juicios morales propios y firmes; el miedo a ser tildado como discriminador y extremista, termina produciendo una moral gris, donde lo bueno y lo malo pierden sus límites hasta confundirse el uno con el otro.
Es tal la confusión, que incluso se relativiza la verdad y la realidad, ¿quién no escuchó más de una vez decir “cada cual tiene su verdad y su realidad”? o sino ¿”Quién es usted para juzgar a otro”? Esta última pregunta tiene su corolario en la frase “no juzgues a otros si no querés ser juzgado”, sentencia que nos asegura una zona de confort libre de responsabilidades.
Libertad, igualdad y fraternidad son los principios fundamentales que le permitieron al individuo ser dueño de su destino, tener los mismos derechos que todos, y respetar y ser respetado por su prójimo.
Estos principios liberaron el poder creador de las personas, las hizo responsable de sus decisiones y marcó el único límite real de convivencia, el respeto.
El postmodernismo entendió que estos principios eran imbatibles y con un giro dialéctico, maquiavélicamente brillante, invirtió el orden de los mismos; hecho que parece un ingenuo descuido, pero que dista mucho de serlo.
La fraternidad como primer principio, supedita al hombre a los intereses de la sociedad y como la sociedad es una entidad abstracta que no tiene intereses per se, el puñado de burócratas gobernantes “definen” cuáles son esos intereses, pues son ellos y solo ellos los capaces de “saber” cuál es el bien común.
Para poder alcanzar esa fraternidad, ese bien común, que no es otra cosa que el que todos seamos hombres comunes, sin peores ni sobresalientes; debemos hacer que todos seamos iguales. Suena muy bien ¿No? Todos iguales suena, incluso, hasta justo.
El problema es que para que todos seamos iguales se nos debe tratar a todos distinto. O sea, el que tiene más dinero debe darle al que tiene menos; el que se saca 10 en la escuela es rebajado, aboliendo el sistema de calificación y bajando el nivel de exigencia para que todos sean “aprobados”; el que marcha derecho en la vida debe encerrarse entre rejas para que el que “se extravía” pueda tener la posibilidad de compartir la calle y así otros ejemplos.
¿Y cómo alcanzamos está igualdad platónica? Simple, poniéndole una mochila más pesada al más fuerte, atándole los pies al más rápido, limitando con la curricula de la educación al más inteligente, exigiéndole más a los mejores y más esforzados para que ayuden a sus hermanos. Le quitamos la libertad de levantar el peso que ellos quieran, la libertad de correr tan rápido como puedan, la libertad de pensar y crear tanto como ellos sean capaces.
Por eso, para hacer valer los verdaderos derechos humanos (no los manoseados), debemos recuperar el orden jerárquico de estos principios: Primero está mi libertad, la libertad de disponer de mi persona y de mis bienes según mi voluntad; luego la igualdad, que enmarca el derecho a tener la misma consideración y no la igualdad de ser considerados iguales. Y finalmente, todos y cada uno de nosotros podremos juntar nuestras manos para poder trabajar en forma fraterna por un mundo mejor.