El lunes asistimos al intento de copamiento y destrucción del Congreso de la Nación. No se trata de una metáfora para describir una intentona de golpe institucional, sino de un acto primitivo, salvaje y literal: las imágenes de la hordas destrozando a mazazos los monumentos históricos, la fuente, los grupos escultóricos de la Plaza de los dos Congresos como si fuesen una cantera para obtener cascotes no tiene precedentes. Las calles alfombradas de piedras, bulones, tuercas y cuanto objeto sirviera para dañar parecen imágenes sacadas no ya de otro lugar, sino de otra época.
Son postales poderosas de la furia que se desató contra las instituciones, pero sobre todo, contra el presente, el pasado y el futuro de la Argentina. Estos grupos salvajes, pertenecientes a sectores del peronismo y de la izquierda anterior a la caída del muro de Berlín, lapidaron la historia nacional. Hicieron lo mismo que la hordas bárbaras de la antigüedad cuando entraban en una ciudad enemiga: destrozaban los palacios que albergaban las instituciones y reducían los monumentos a escombros. Nada de todo esto fue casual ni espontáneo.
Esos monumentos que convirtieron en cascotes a fuerza de martillo, fueron levantados por una generación que el peronismo y la izquierda odian con fervor: la generación del ‘80.
El Palacio del Congreso de la Nación no sólo es uno de los edificios más bellos e imponentes de Buenos Aires, sino que es uno de los palacios legislativos más grandes del mundo. Después de muchas idas y vueltas, el 1 de julio de 1889 el presidente Juárez Celman presentó al legislativo el proyecto para levantar el Palacio en su emplazamiento actual. Esta ubicación es de un enorme valor simbólico porque fue la consumación de un proyecto profundamente republicano: en un extremo de la imponente Avenida de Mayo, la sede del Poder Ejecutivo. En el extremo opuesto, unido por ese recto corredor que representa al pueblo, quedaba la sede del poder Legislativo, formando así el eje fundamental que simboliza el contrapeso de ambos poderes.
Fueron presentados 28 proyectos, entre los cuales había arquitectos franceses, italianos, austríacos, noruegos, uruguayos y los argentinos Avenatti, Emilio Agrelo, César González Segura y Bernardo Meyer Pellegrini.
En 1896 la obra fue finalmente adjudicada al ingeniero italiano Vittorio Meano. Como si el Palacio estuviese signado por la tragedia, Meano fue asesinado en su casa. La obra quedó a cargo del arquitecto belga Julio Dormal sobre el proyecto original.
Pero no sólo destruyeron los grupos escultóricos de plaza; fueron sobre los frentes de los edificios más emblemáticos de la cultura: sobre la torre Barolo y sus exquisitos símbolos que aluden a la obra de Dante Alighieri, fueron contra los bares en los que nuestros mejores escritores escribieron las páginas más inolvidables de la literatura argentina, fueron contra la memoria de los republicanos españoles que hicieron de la avenida de mayo su refugio. Fueron, en fin, sobre lo que quedaba de aquel hermoso proyecto de la Argentina que quedó trunco.
El lunes pasado apedrearon esa idea de país que marchaba orgulloso hacia un futuro como el que, años más tarde, en el extremo opuesto del continente, alcanzaría Canadá. Esas piedras contaron con el impulso de los viejos tiranos que tantas veces destruyeron el Congreso: Uriburu en 1930, Arturo Rawson, Pedro Ramírez y Farrell-Juan Domingo Perón en 1942; Lonardi y Aramburu en el ‘55; José María Guido, que abandonó su papel democrático como presidente del senado para ser el títere de los militares que derrocaron a Frondizi; Los que voltearon a Illia: Juan Carlos Onganía, Marcelo Levingston y Alejandro Lanusse; Videla, Massera y Agosti en el ‘76.
Pero no nos olvidamos tampoco de los cinco “presidentes” peronistas que usurparon el poder después empujar a De La Rúa al abismo y detentaron la primera magistratura sin contar con el voto popular: de ese golpe formaron parte Adolfo Rodríguez Saá, Ramón Puerta, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde. Ninguno de ellos fue elegido y todos ellos participaron de ese verdadero golpe de Estado.
Los que lapidaron la democracia el lunes odian la herencia de la generación del ‘80. Esa generación que construyó más escuelas públicas que en toda la historia anterior y posterior, escuelas que eran verdaderos palacios para que estudiaran los hijos de los obreros, de los trabajadores, de los ricos y de los pobres, todos igualados por el guardapolvo blanco. Esa generación que puso en práctica lo que Sarmiento no pudo: la ley de educación laica, gratuita y obligatoria. Esa generación del ´80 que levantó hospitales públicos lujosos como catedrales para atender a todos sin distinción de clases, de credos ni de origen.
Todos lo que después se llenaron la boca con las palabras “nacional y popular” se dedicaron a destruir sistemáticamente lo que construyó aquella generación a la que se tachó de liberal y oligárquica y que fue la principal impulsora de la salud, la educación pública y las instituciones de una república que iba ser pisoteada una y otra vez, cascoteada, una y otra vez, por lo mismos salvajes que el lunes lapidaron la República. Sepan que la gente no se olvida.