"Entre la fuerza de la hegemonía y el consenso, anida la corrupción". (Antonio Gramsci, en Cuadernos de Cárcel).
“Si los argentinos no existieran, habría que inventarlos, sin ellos el planeta sería la mitad de entretenido”, dijo alguna vez el novelista español Enrique Jardiel Poncela (1901-1952) quien no llegó a ver otro medio siglo de acontecimientos desopilantes en estas pampas, propios de los mejores libretos de ficción.
Así somos. Tanto armar la mejor arquitectura para el ilícito y tantos acuerdos supra para que nadie pague el pato han sido ridiculizados por este Gloriagate, por las desventuras amorosas de un chofer cronista y el hambre de un juez peronista por ajustarle el lazo a la familia más famosa de Santa Cruz. Los macristas descorchan y el kirchnerismo más devoto está que trina, por este tercer capítulo de escarnio mediático, tras los counters de La Rosadita y los bolsos de López.
Este culebrón no tiene la contundencia de aquellos videos memorables, pero atrapa la narrativa casi robótica del servicial Oscar Centeno. El papel no murió es el meta mensaje del obsesivo relator. Y tampoco el periodismo, porque el streap tease ha llegado a la Justicia desde el viejo diario de los Mitre y no vía redes sociales, tan propensas ellas a las fake news.
El after day de las razias que ha terminado con ex altos funcionarios e importantes hombres de negocios en prisión está saturando en los medios. Porque la venganza se toma fría, como el gazpacho, y la prensa antiká está destrozando la marca que la vituperó en la “década ganada”.
Como era de esperar, el bombardeo con las meticulosas descripciones del chofer, ahora arrepentido ante el tribunal, está siendo despiadado. Como a Julio Grondona en el Fifagate, no hay el más mínimo cuidado por la memoria post mortem. A Néstor, el gran timonel, le gustaba la mordida y exigía más, dicen los cuadernos. Y la viuda Cristina, Julio De Vido y el otrora temible Roberto Baratta siguieron con la liturgia de citas furtivas con ejecutivos o emisarios y bolsos en la cajuela del sedán del confesante.
“Está todo armado, es imposible que un conductor haya escrito con ese detalle y prolijidad”. “No tiene errores de ortografía”. “Parece un guión, se les fue la mano con la perfección de los detalles”. “Detrás están Macri, Durán Barba y Magnetto”, dicen los devotos de CFK que venían disfrutando la decrepitud del gobierno, su naufragio frente a la inflación, el descontrol de las cuentas fiscales, el impopular abrazo al FMI. Cómo creer esta novela de una mujer despechada y otras fuentes no reveladas que ventilan lo que nadie quería escuchar.
Tanta la indignación del peronismo ká - al que José Luis Gioja ahora propone unir y encolumnar detrás de Cristina - , le está impidiendo apreciar un espectáculo, inédito en la Argentina, de supuestos y poderosos coimeadores durmiendo tras las rejas. Nadie hubiera apostado a que serían arrestados para que digan lo que saben gerentes y dueños del club de la obra pública, incluido un conocido coronel de los Macri, Javier Sánchez Caballero, al que los cuadernos de cárcel deschavan en el trasvase de bolsos. Porque si en algo se coincidía en el arco político y en la prensa es que el target de las pesquisas por la corrupción, una vez internados Julio De Vido, Ricardo Jaime, Lázaro Báez y Cristóbal López, estaba acotado al círculo más áulico del poder K.
Si algo une a los que viajan a babor y estribor de la famosa grieta argentina, tal como evoca la prensa, es que en este país no hay antecedentes contundentes de castigos a la corrupción. Gana por goleada en los sondeos la impresión ciudadana de que finalmente no pasará nada y que esto será un Lava Jatito pasajero.
La versión kirchnerista de esa incredulidad es que todo esto es un gran montaje para que la gran jefa no vuelva a ser presidente argentina. Como en Brasil, como Lula. Es esa opción dialéctica la que torna vulnerable a la franja que se define como nacional y popular. Porque su cerrada negativa y la autocrítica cero ante nuevas denuncias de corrupción volverán a carcomerle simpatías electorales, como ya le ocurrió. Y lo que se pregunta la sociedad, incluidos no pocos empresarios a los que podría alcanzar el potencial tsunami, es hasta dónde está dispuesto a llegar Claudio Bonadío, el juez díscolo que una vez más tiró del mantel.
Nadie sabe, pero son pocos los que lo ven como la rencarnación criolla del juez Sergio Moro que terminó encerrando a Lula. Argentina ya tiene una ley de canje para los arrepentidos, pero nunca termina de alumbrar la ley de extinción de dominio que reclama la opinión pública, para confiscar a los corruptos lo robado. Estas dos herramientas son l permitieron a jueces y fiscales brasileros avanzar con el Petrolao (las coimas alrededor de Petrobras), el Mensalao (el reparto de sobornos entre fuerzas políticas) y Lava Jato (los retornos de Odebrecht y el club de constructoras de ese país). Un proceso que al momento de caer el líder del PT ya sumaba 188 condenas para 123 acusados. Las penas suman 1.861 años y 20 días. Hay 101 políticos con fueros especiales bajo proceso, 139 acuerdos de delación premiada, y se han devuelto US$ 850 millones mal habidos. Esa eficacia en Comodoro Py no se consigue.
Mientras el macrismo analiza donde le hará un monumento a Bonadío por su inestimable aporte a la distracción de la crisis y a la pulverización de su opositora más temible, una amplia franja de la ciudadanía sigue como si fuera el Mundial, la suerte de esta moneda en el aire. La gran masa del pueblo, como dice la marchita, desconfía de los resultados de este expediente tan sonoro, un eslabón más que pone al Planeta Kirchner entre la devoción acrítica y el rechazo visceral. Es un viejo y saludable hábito argentino el de no creer en los jueces y en las versiones oficiales que supimos conseguir. Como dijo otro español, el gran Francisco de Quevedo, “Donde hay poca justicia, es un peligro tener razón”.