La imagen de Néstor Kirchner abrazado a una caja fuerte, mientras le declara su “éxtasis” con expresión de lascivia, es una pieza maestra de la pornografía universal, un capítulo encontrado del Decamerón de Boccaccio.
Pocos documentos fílmicos ilustran mejor la relación entre perversión y poder, y, más precisamente, entre el fetichismo y el dinero. Ni siquiera el propio Karl Marx habría de imaginar que dos siglos después de haber escrito “El carácter fetichista de la mercancía y su secreto”, un lejano cacique patagónico bonapartista (así llamaba Marx a los equivalentes actuales del populismo) iba demostrar en imágenes su teoría acerca del fetiche de la moneda o, para decirlo en términos del filósofo materialista Leonardo Fariña, del “físico”.
Aquella filmación de 13 segundos, rematada por la obscena frase “¿Me estás filmando?”, marcó el principio del fin del kirchnerismo. La potencia de esa imagen radica en la concisión y la singularidad.
Luego llegaría la segunda temporada de la misma serie, pero, otra vez parafraseando a Marx, resultó una pálida farsa de la tragedia de aquel romance contrariado entre Néstor Kirchner y su amante de fierro.
La caja fuerte de Walter Carbone, ex tesorero de la jefatura de gobierno de Daniel Scioli, escondida en el interior de una escultura, por así llamarla, de un dragón de hojalata, causó gracia, es cierto, pero la comicidad, tal como diferenciaba Sigmund Freud, no tiene la fuerza del humor ni, mucho menos, la del drama.
Sin embargo, la tercera parte de la saga fue un éxito sin precedentes, mayor aún que la primera. Las imágenes de los bolsos de López en el convento matizaron un ámbito monacal inspirado en Umberto Eco, el componente erótico del visitante nocturno a las religiosas, el género policial dado por las armas y la detención del protagonista y, por supuesto, una vez más, el dinero y las bóvedas ocultas bajo el piso de la nave central. Pero fue el canto del cisne.
Los cuadernos de Centeno inspirados en la impactante y rigurosa revelación de Diego Cabot generaron el hecho político, judicial, empresarial y periodístico más grande la historia argentina. Y sin embargo, terminó en un estrepitoso fracaso de público.
¿Por qué ya nada nos conmueve? ¿Los hechos de la realidad han perdido potencia? ¿Hay un problema narrativo por parte de aquellos que describen la realidad? ¿O el problema está en nosotros que hemos perdido capacidad de asombro?
En primer lugar: la realidad es mucho más potente ahora que antes. Aquella lejana escena erótica entre Kirchner y la caja fuerte no es nada frente a lo que tiene lugar ante nuestros castigados ojos.
Por primera vez aparecen las pruebas, los testimonios, los presos, el mapa del tesoro y parte de ese botín. Pero hemos decidido dejar de mirar. No hemos registrado, por ejemplo, nada de lo que mostró Víctor Manzanares, el histórico contador de los Kirchner.
No hemos querido ver las sociedades que se fraguaron para blanquear el dinero negro del ex secretario y principal testaferro de Kirchner, Daniel Muñoz, dinero que no entraría en la vieja caja fuerte patagónica ni en el vientre del dragón ni en los bolsos de López.
No quisimos enterarnos de que parte del tesoro estaba escondido en la casa de la madre del ex Presidente, como en las más floridas novelas de Gabriel García Márquez. No nos importó la coima de ocho millones que cobró el juez Rodríguez ni los dos millones que le mejicaneó el mandadero, como en una película de Quentin Tarantino.
Tampoco queremos enterarnos de que muchos de los medicamentos que compramos y de los elementos sanitarios que nos asisten a diario son producto de la trama de empresas, farmacias y firmas vinculadas con la salud en las que invirtieron los Kirchner.
Hemos decidido, también, ignorar el nombre de la vicedecana de peritos de la Corte Suprema que ayudó a adulterar la declaración jurada del entonces matrimonio presidencial. Nos aburrimos.
¿Por qué cualquier trama de una serie de Netflix que no le llega a los talones a nuestra realidad nos resulta más atractiva que la saga de la ruta del dinero? ¿Hemos perdido la sensibilidad o, al contrario, es tan grande el horror que nos provoca que decidimos cerrar los ojos?
La respuesta no la tiene el periodismo ni la literatura, sino la psicología. Existe un experimento que resulta revelador a la hora de entender los mecanismos de aceptación y rechazo por parte del público.
Se trata de una prueba que indaga el mecanismo de “sensibilización”, que es contrario al fenómeno de “habituación”. La investigación demuestra el cambio conductual que tiene lugar en el sistema de respuesta y explica la reacción de la percepción frente a los hechos.
En el ámbito del laboratorio, a una persona se le presenta en una pantalla una sucesión de 20 imágenes desagradables de 2 segundos cada una. El participante debe puntuar de 1 a 10 el grado de repulsión que experimenta. Los resultados mostraron que las puntuaciones fueron en ascenso conforme se sucedían los estímulos. Es decir, no se trataba de un fenómeno de habituación, sino, al contrario, de sensibilización.
De modo que se puede trasladar el resultado, a medida que aumenta la exposición de los hechos de corrupción, el público no se acostumbra ni se insensibiliza, sino que decide cerrar los ojos como el protagonista de La naranja mecánica, la novela de Anthony Burgess, quien era obligado a ver una sucesión de imágenes horrorosas mientras le mantenían los ojos abiertos con ganchos.
En esos resquicios del horror se construyen las campañas sucias y las operaciones de servicios. Es tal la repulsión que genera la sucesión de imágenes espantosas que algunos quisieran creer que se trata de una ficción o de una pesadilla.
Pero a no engañarse: no se puede subestimar al público, eso que tan bien hace el kirchnerismo. No es fácil manipularlo, ni distraerlo, ni engañarlo, ni manejarlo. El público lo sabe todo. Lo ve todo aun cuando parece que tuviera los ojos cerrados.