Si los intrincados designios de la política argentina decidieran que la fórmula de les Fernández alcanzara el poder, la Argentina se vería afectada por una tragedia recurrente: la de los presidentes títere.
El siglo XX ha sido pródigo en este tipo de personaje. En apariencia han sido personas intrascendentes, grises, más o menos correctas, más o menos presentables. En todos los casos, sin embargo, marcaron el inicio de los capítulos más sangrientos de nuestra historia.
Esa misma neutralidad, ese carácter aparentemente conciliador, en ocasiones acomodaticio y lábil que los caracterizó ha sido la condición necesaria para que pudieran ser fácilmente manejados por la mano en la sombra.
Hagamos un repaso sumario por la historia argentina del siglo XX y los albores de XXI. El golpe militar de 1930 entronizó a José Félix Uriburu, una marioneta uniformada manejada por aquellos factores que jamás habrían alcanzado el poder por la vía del voto democrático. Esta fue, en esencia, la mecánica de todos los golpes militares y las consecuentes masacres que desataron. Resulta tan evidente, que se explica per se.
La fórmula Ortiz-Castillo que se impuso el 20 de febrero de 1938, fue el germen, el ensayo de lo que habría de venir después. Roberto Ortíz era un hombre que se acomodaba con facilidad a los vientos de la época.
Radical desde la juventud, alentó el golpe contra Hipólito Yrigoyen pero, a la vez, rechazó el corporativismo de Uriburu. Fue ministro de Marcelo T. de Alvear y también del general Justo; fue legislador y sin embargo colaboró con quienes borraron de un plumazo el parlamento.
Se declaró neutral durante la Segunda Guerra, pero eso no fue un obstáculo para que firmara una circular secreta, antisemita, que instruía “a cónsules argentinos en Europa negar visados a ‘indeseables o expulsados’, en alusión a ciudadanos judíos de ese continente”, a la vez que le concedía al Reino Unido gran cantidad de prerrogativas comerciales.
Esta plasticidad lo convertía en el títere perfecto de los conservadores. En efecto, fue el vicepresidente Ramón Castillo quien terminaría asumiendo el poder ante la debilidad física y política de Ortíz. Castillo asumió la presidencia de la Nación Argentina el 27 de junio de 1942 y pavimentó el camino de las tragedias posteriores.
Quién consolidó las bases de la figura de presidente títere moderno fue sin dudas José María Guido. Cuando Arturo Frondizi fue derrocado, este personaje sin brillo propio asumió el cargo de presidente provisional por línea sucesoria, de acuerdo con la Ley de acefalía que impedía que un militar ejerciera el cargo.
Sin embargo, Guido cumplía al pie de la letra las órdenes que impartían los militares. Finalmente se anularon las elecciones y Guido asumió los poderes ejecutivo y legislativo del país, como títere del ejército.
En estos días, todos recuerdan el slogan “Cámpora al gobierno, Perón al Poder”. En efecto, la fórmula integrada por Héctor J. Cámpora y Vicente Solano Lima era la jugada del gran titiritero argentino, Juan Domingo Perón, quien, con la mano derecha manejaba la Triple A, la Alianza Argentina Anticomunista y con la izquierda a Montoneros y a la Juventud Peronista.
Cámpora, el tío querido por todos, el dentista de pueblo, la marioneta perfecta gobernó durante 49 días, desde el 25 de mayo de 1973 hasta 13 de julio de ese año. Antes de renunciar nos dejó la postal sangrienta de la masacre de Ezeiza que fue epílogo de los enfrentamientos entre la derecha y la izquierda peronista, y el prólogo de las masacres que dejaría el otro gran títere argentino: Isabelita.
Bailarina exótica en un cabaret de Panamá, alcanzó la vicepresidencia en la Fórmula Perón-Perón (Juan Domingo, presidente, Isabelita vice) y alcanzó la primera magistratura al morir Perón el 1 de julio de 1974.
Son memorables las imágenes de la época; durante sus discursos públicos, un paso detrás de ella permanecía José López Rega, el todopoderoso ministro de Bienestar Social, quien le dictaba la letra de los parlamentos frente al micrófono.
Causa impresión ver la boca del fundador de la terrorífica Triple A mientras articula letra por letra cada una de las palabras que repetía Isabel como una marioneta propia del Capitán Escarlata, una serie infantil de la época.
Y así llegamos al títere modelo 2019. Alberto Fernández fue la marioneta de Menem, de Duhalde, de Néstor, de Massa y de Cristina y siempre dijo lo que otros le mandaban: él sólo mueve la boca. Resulta memorable su papel junto al otro títere homónimo, Aníbal, cuando ambos, cual Muppets, sacudían los bigotes para congraciarse con su titiritero de turno.
No casualmente, la literatura y el cine han mostrado a los muñecos en su dimensión siniestra. Desde “El hombre de arena”, de Hoffman y la aterradora muñeca Coppelia, pasando por Pinocho hasta Jigsaw, las marionetas fueron el anuncio de épocas de mentiras, sangre y terror.