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El Presupuesto… o cómo hacer previsiones en un país imprevisible

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La disputa madre que viene
La disputa madre que viene

La inminente presentación en el Congreso del proyecto de ley de Presupuesto 2020 reactualiza un debate que en la Argentina ya va tomando sabor a viejo, entre la necesidad de exigir el estricto cumplimiento de lo que se vaya a sancionar y la resignada admisión de que eso no va a ocurrir.

 

La elaboración del proyecto de una ley de Presupuesto en la Argentina conlleva una contradicción insalvable, ya que se trata de trazar una previsión en un país imprevisible. No hay más que repasar los últimos quince años y comparar los números de cada ley sancionada con los finalmente ejecutados para comprobarlo.

Quien se embarque en la tediosa tarea de realizar esa comparación llegará a la conclusión de que, al menos presupuestariamente, la Argentina es un país en el que los años tienen, en promedio catorce meses. Y en algunos casos, diecisiete, tal como surge de la diferencia entre el gasto autorizado por los legisladores y las ampliaciones realizadas por fuera del Congreso, a través de las decisiones administrativas de la Jefatura de Gabinete y los decretos de necesidad y urgencia del Poder Ejecutivo.

¿A qué se debe esa alteración del almanaque? A que sin excepción, en todos los gobiernos, con todos los ministros de Economía o Hacienda, la ley de Presupuesto se quedó “corta” en cuanto a la autorización de gastos. Y hubo que recurrir invariablemente a ampliaciones de esas autorizaciones por medio de los ya señalados DNU o las menos conocidas DA. Con una salvedad que se les escapa a algunos defensores de la República: no es el Poder Legislativo el que autoriza al Ejecutivo, sino que el propio Gobierno se autoriza a sí mismo.

La brecha entre lo que el Presupuesto debe ser y lo que efectivamente termina siendo (un “DNU de DNUs” más que la “ley de leyes” tantas veces declamada) excede con creces la voluntad de los técnicos y empleados de la Subsecretaría de Presupuesto, encargados de plasmar en números tanto el proyecto original como las modificaciones a las que se ven obligados para subsanar los “errores de cálculo” de autoridades superiores. En términos prosaicos, son los contadores que deben formalizar los desbarajustes de malos administradores en prolijas y presentables declaraciones juradas.

En ese sentido, es de destacar la continuidad de un funcionario cuya permanencia en el cargo abarcó a cuatro presidentes, siete jefes de Gabinete y nueve ministros de Economía o Hacienda. Se trata de Raúl Rigo, quien fuera subsecretario de Presupuesto desde 2002 hasta 2016, en una permanencia basada en la inconfesable incapacidad de sus superiores para encontrar la persona idónea para reemplazarlo. Es que a la hora de formalizar los excesos de gasto en un DNU con un anexo de 250 fojas, no hay grieta que valga.

La tarea de confeccionar un proyecto de ley de Presupuesto no debería representar esfuerzos mayúsculos en un país con una economía estable, sin inflación ni cláusulas de ajuste por indexación en gran parte de las erogaciones de la administración nacional y en los que los cambios de gobierno no implicasen giros de 180 grados en la asignación de gastos y recursos.

Pero la Argentina no es ese país. Nadie puede un 15 de septiembre prever con certeza cuáles serán los gastos y recursos de diciembre del año próximo. Quince meses es un plazo demasiado largo si se tiene en cuenta que hasta hace unas pocas semanas las consultoras estimaban que 2019 finalizaría con una inflación cercana al 1% mensual. Y es por eso que las leyes de Presupuesto terminan siendo desvirtuadas, con ampliación de gastos y recursos y con reasignación de partidas que en muchos casos conspiran con el espíritu con el que fueron elaboradas.

El principal conspirador para frustrar el cumplimiento cabal de la ley de Presupuesto es, por si hace falta aclararlo, la inflación. Si un Presupuesto es, en síntesis, una estimación de recursos y una autorización de gastos, la inflación en los niveles de los últimos años impide llevar a cabo las dos tareas. Periódicamente se publican en el Boletín Oficial modificaciones presupuestarias en la que se amplía el gasto por incrementos salariales pero también por ajustes de pagos a proveedores. A eso debe agregarse que, en tiempos de devaluaciones, en el Presupuesto los pagos de deuda en moneda extranjera se expresan en pesos. Y a que el sistema previsional, con cerca del 40%, no solo es la principal partida presupuestaria sino que está indexada por la ley de Movilidad Jubilatoria. Es más: durante años, diputados y senadores aprobaron leyes en la que no se establecía ningún aumento en las jubilaciones, aun sabiendo que esos incrementos se iban a aplicar.

Otra derivación de una economía atravesada por la inflación es el temor de alimentar expectativas de más inflación. Esa es otra de las razones que ningún ministro o secretario de Hacienda puede reconocer en público pero que admite en privado: la elaboración de un proyecto de ley de Presupuesto se realiza en base a una serie de variables denominadas “supuestos macroeconómicos” que, si bien no forman parte del texto de la ley, integran el mensaje del Poder Ejecutivo al Congreso que acompaña la presentación de la iniciativa.

Esos supuestos son las previsiones de inflación, PBI, tipo de cambio, balanza comercial, entre otros. En base a ellos se calculan los gastos y recursos, razón más que suficiente para que quienes lo elaboran sean lo más precisos posibles… a no ser que la admisión de una inflación demasiado alta termine incentivando la remarcación de precios de todos los agentes económicos.

Para decirlo en términos llanos: si un Gobierno prevé una inflación del 50% para el año siguiente, su simple admisión en el mensaje que acompaña al proyecto de ley llevaría de inmediato a todos los formadores de precios del país a tomar previsiones similares, generando una serie de remarcaciones en cadena que alcanzaría hasta el último kiosquito. Si prevé determinada paridad entre el peso y el dólar, ocurriría algo parecido. Dos motivos más en la serie de inconfesables para presentar proyectos irreales, a veces invocando la “prudencia” y otras una “recuperación” de la economía, que en ambos casos lleva a una confrontación con la realidad.

Entre los primeros, no hay más que repasar los proyectos presentados durante el kirchnerismo, con inflación de un dígito y superávit primario y a veces hasta financiero. La cuenta de inversión (es decir, el gasto ya ejecutado) mostraba todo lo contrario. Y en el segundo caso, no hay ejemplo más extremo que el proyecto de Presupuesto 2002 que presentara el año anterior el entonces ministro Domingo Cavallo: la proyección de crecimiento económico era del 7,5% del PBI. La realidad fue una caída catastrófica del 10,6%. A valores actuales, una diferencia de más de US$ 70.000 millones.

Una revisión del último cuarto de siglo, a partir de la reforma Constitucional que habilitó el avance del Poder Ejecutivo en atribuciones legislativas, deja en claro cómo se fue desvirtuando el rol del Congreso en lo que a control presupuestario se refiere. Para abordar esa tarea nada mejor que remitirse a la invalorable investigación “Estudio sobre la discrecionalidad presupuestaria a nivel nacional en Argentina”, realizada hace dos años con la coordinación de Gustavo Sibilla y Jorge Vega para la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública.

La suma de modificaciones presupuestarias a través de DNUs y decisiones administrativas equivale al 381,7% en los 25 presupuestos que van de 1994 a 2018. Es decir, un promedio de 15,27% por año o, si se prefiere, un “adicional” de 56 días por año. Pero con un punto de inflexión a partir de 2004, año en el que no casualmente la inflación volvió a instalarse de manera permanente. Es así que en los diez años que van de 1994 a 2003 inclusive el promedio anual de modificaciones presupuestarias fue del 4,51% de las respectivas leyes. Pero en los quince años posteriores el nivel de ampliación presupuestaria se elevó al 22,44% anual.

Presupuestariamente, en los últimos 25 años la Argentina tuvo cuatro años “fantasmas” que no figuran en ningún almanaque, pero sí en el cúmulo de modificaciones que el PEN realizó a las leyes. Con un antecedente que puede ser a su vez presagio para lo que viene: el presupuesto que tuvo el mayor volumen de ampliaciones fue el de 2016, con el 41,1% de gasto adicional sobre el sancionado por vía legislativa. Como si ese año, además de ser bisiesto, hubiese contado con 150 días más que los 366 “oficiales”.

La razón habría que buscarla en que fue elaborado en 2015 por funcionarios de un gobierno y ejecutado al año siguiente por una administración diferente. Una circunstancia habitual en cualquier democracia, en la que la alternancia entre gobiernos de distinto signo no implica cambios abruptos en la administración de la cosa pública.

Pero ya está dicho que en un país como la Argentina, con una mochila inflacionaria próxima a cumplir un siglo y un escaso apego a las carreras administrativas, es casi imposible hacer previsiones certeras aun dentro de un mismo gobierno.

El presupuesto que ejecutó Alfonso Prat Gay en 2016 lo elaboró Axel Kicillof en 2015. El que este lunes presentará Hernán Lacunza lo diseñó Nicolás Dujovne y por el momento se ignora quién lo va a ejecutar. Quizás el 41,1% de ampliación presupuestaria de 2016 quede corto.

 

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