En muchos aspectos, la elección de 1989 se parece a la que estamos por enfrentar en estos días. Y que conducirá casi seguro a un nuevo regreso triunfal del peronismo al poder, que es uno de sus mitos más potentes: vuelve adonde debe estar y no debió salir, adonde pertenece, como partido no de gobierno, si no de Estado.
Estas similitudes, y también las diferencias entre ambas elecciones, tal vez ayuden a entender el peculiar momento que vivimos, una coyuntura en que una vez más será preciso procesar de alguna manera la siempre difícil relación ente el peronismo, la democracia y el capitalismo. Tres términos cuya mala relación queda ilustrada en opinión de muchos en la fuga de capitales que se acelera cada vez que el peronismo está por llegar al poder, y la baja calidad de nuestras instituciones cuando lo ejerce.
Lo mismo sucedió después de las PASO de agosto, cuando los votos pidieron el fin del ajuste y el regreso de la distribución, “que vuelva el asado”, y pusieron de hecho fin al ajuste medianamente ordenado que venía aplicando Macri, pero los capitales respondieron “conmigo no cuenten, porque el ajuste recién empezó”, a comienzos de 1989, mientras los votos se preparaban para pedir el fin de la economía de guerra, del ajuste (es cierto que cada vez más desordenado) de Alfonsín, más que ese desorden fue el rechazo de los capitales a financiar el salariazo prometido lo que disparó la fuga de la moneda, la consecuente dolarización, y finalmente la hiperinflación.
La fuga, en suma, parece un buen indicio de que el capitalismo recela del maridaje entre democracia y peronismo: cuando las urnas vuelven a darle la mayoría a este partido, la desconfianza se dispara.
Aunque lo cierto es que en 1989, el peronismo logró superar esa desconfianza. Con muchos errores de por medio, algunos que luego se pagarían muy caro, pero ofreció una solución al problema de la inestabilidad, y dio un gran impulso modernizador a la economía. Y también es cierto que aunque al comienzo abusó del decretismo y campeó la corrupción, con el tiempo la calidad institucional de la gestión mejoró: hasta se pudo creer que como había achicado el Estado e impuesto reglas generales a la economía, había debilitado las bases estructurales del prebendarismo y la colusión.
El sueño de algunos es: como ya lo hizo una vez, puede volver a hacerlo. Y como hizo Menem luego de Alfonsín, Alberto Fernández logrará lo que no pudo Macri, desmontar el monstruo de gasto público ineficiente, indexación inflacionaria y falta de reglas que recreó quince años atrás el kirchnerismo, desarmando entonces, a su vez, lo que se había hecho bien en los años noventa. En suma, el peronismo puede otra vez reconciliarse con la democracia y el capitalismo, equilibrando la voz de las urnas con las necesidades de la acumulación privada, y garantizando una mínima estabilidad.
Las similitudes entre 1989 y 2019 alientan esta expectativa. Como hoy, en 1989 el resultado de la elección estaba cantado por una aguda recesión con inflación en alza, un cuadro económico inapelable en que naufragaba el proyecto del no peronismo de entonces. Ante lo cual, igual que hoy, el peronismo prometía la magia de “poner al país de pie, arrancar la economía”, sin mayores precisiones sobre cómo lo haría, si atendería a la demanda distributiva de detener el ajuste y gastar más, o si volvería a ordenar un ajuste que había ido desmadrándose en alta inflación a medida que él se acercaba al poder.
Como ahora, ese peronismo que se preparaba para tomar el control de la situación decía a cada quien lo que quería escuchar, pero sobre todo ponía esmero en desmentir ante los dueños del capital, local e internacional, que fuera a hacer locuras o que no entendiera las restricciones a que debería ajustarse. En suma, los desalentaba de prestar atención a su campaña electoral. También aclaraba a diestra y siniestra que no repetiría experimentos antirrepublicanos con los que no le había ido bien en el pasado. Ofreciéndose así como el más adecuado para desarmar el lío que él mismo había montado en el país, tanto en el terreno económico como en el institucional.
Por último, igual que hoy, volvía “fácil y cómodamente” a ejercer el poder del Estado, porque en verdad nunca había dejado del todo de ejercerlo. Controlaba en forma estable recursos muy amplios, provinciales, legislativos, en el aparato administrativo y sindical, con los cuales había contado para condicionar el ejercicio del poder por sus adversarios, y ahora podría contar para procesar mejor que ellos los cambios necesarios. O eso al menos es lo que esperaba que sucediera, y vuelve a esperar ahora que suceda, una buena parte de los que reclamaban y reclaman esos cambios.
¿Puede repetirse esta historia? Las analogías entre la situación resultante de las elecciones de 1989 y la que nos espera luego de las de este año se detienen ahí, porque las diferencias son tan o más significativas.
A diferencia de lo que sucede hoy, el peronismo se había unificado como partido gracias a un proceso de renovación que insumió varios años, con sucesivas elecciones internas y generales en que se legitimó un nuevo liderazgo en forma indiscutible. Lo que le permitiría mantenerse unido y disciplinado detrás de políticas muy cambiantes, y muy distintas a casi todo lo que había prometido. Fue gracias a esa construcción institucional que el peronismo pudo, además, negociar con otras fuerzas políticas tanto reformas económicas como cambios institucionales. Nada de eso existe ahora, y parece que pocos lo extrañan: no hay unidad en el Congreso, donde son más de veinte las bancadas que se llaman peronistas, ni en los gremios, ni el PJ ha hecho internas ni congresos partidarios en años. Y su candidato solo se muestra interesado en institucionalizar el Frente de Todos, lo que no va a ser fácil pues ahí militan junto al FR de Massa, fuerzas como el Partido Comunista, Nuevo Encuentro y el Partido de la Victoria. La única que podría mantener unido ese aquelarre, y hay que ver cómo y a qué costo, sería Cristina Kirchner, seguro no Alberto Fernández, que ojalá no sea sincero cuando dice que lo intentará: si en serio se imagina gobernando con esos partidos en pie de igualdad con el PJ, es hora de preocuparse.
Segundo, en 1989 el mundo era una promesa, una oportunidad, y así era visto por muchos argentinos. También entre los peronistas, para los cuales el aislamiento no era una solución razonable. El progreso y la modernización parecían estar al alcance de la mano, todavía imperaba un cierto optimismo respecto a nuestras posibilidades de cambiar, de estar a la altura, para conectar con el capitalismo mundial en una posición ventajosa. Y esa promesa era además muy clara respecto a lo que había que hacer, avanzar a un capitalismo abierto, pues se había establecido un tal vez exagerado pero muy potente vínculo entre los que eran percibidos como nuestros problemas más urgentes a resolver, y los que el mundo estaba resolviendo, tras décadas de devaneos con el estatismo y el socialismo. Hoy en cambio venimos de una frustración en el esfuerzo de reconectar con el mundo democrático y desarrollado que nos costará caro, aún no nos damos cuenta cuán caro, y que ha confundido aún más el ya desde antes confuso mapa mental de los argentinos, y en particular de los peronistas, con el cual es muy difícil hacerse una idea de qué lugar podríamos ocupar en la economía mundial, con quién deberíamos asociarnos, ¿es China y Rusia porque EEUU no tiene ya nada que ofrecer, es Brasil y Europa, o tampoco y sólo nos queda el club de menesterosos que se reúne en México en estos días, sueña con retener Uruguay y tal vez volver a Brasil algún día, y mientras tanto ofrece poco más que sobrevivir con lo nuestro?
Tercero, en 1989 existían aún cajas de capital social y económico disponibles para financiar los cambios necesarios. Las empresas públicas eran un problema pero también recursos sociales disponibles. Existían al menos algunas cajas previsionales superavitarias, y se recaudaba poco más del 20% del pbi en impuestos, así que había mucha actividad privada para gravar. Además se contaba con un capital humano que venía de décadas previas en que aún la educación y la cultura argentina destacaban. Hoy no existe nada de eso, por más que sueñen los economistas de Alberto Fernández con lo que juntarían rascando la lata de las retenciones, de bienes personales y del blanqueo, nada de eso alcanza ni para empezar.
A diferencia de hoy, agreguemos, Argentina gravitaba, podía ser un modelo, lo había sido en 1983 con la transición, y podía contagiar sus problemas, lo estaba haciendo en 1989 con la inflación y el default. Fuera como solución o como problema, importaba y gracias a eso conseguía ayuda. Hoy ni la inflación ni un nuevo default argentino, para alegría de nuestros vecinos, va a contagiar a nadie. Y hemos gastado la última ayuda que tal vez ya no merecíamos.
Finalmente, a diferencia de hoy, la crisis estaba tocando fondo en 1989. Y siguió en el fondo por un buen tiempo, casi dos años, hasta que el menemismo logró encontrar una vía de salida, pero durante esa travesía él pudo decir “estamos mal pero vamos bien”, porque lo mal que estábamos era culpa del pasado, de Alfonsín y también del propio “peronismo del 45”. Mientras que ahora aun hay muchos escalones para abajo en los que rebotar, antes de poder decir que llegamos al fondo. Y nadie sabe cómo se va a administrar la continuidad del ajuste, para que esa caída no sea caótica. En gran medida porque, a diferencia de Alfonsín, que liberó el mercado de cambios justo cuando se aceleraba la fuga del peso, Macri tuvo la prudencia de hacer lo contrario, y se resiste a terminar el trabajo sucio a favor del peronismo, incluso está deshaciendo parte del que ya había hecho, por ejemplo en las tarifas.
Argentina tiene un futuro complicado por delante, y no es la primera vez, 1989 está ahí para recordárnoslo. Aunque puede que en esta ocasión sea aún más complicado que entonces hallar la salida, porque estamos más solos, tendremos un peronismo más dividido al mando, con un liderazgo aún por definir, entre personajes menos audaces e innovadores que entonces, y sobre todo con una sociedad mucho más polarizada entre excluidos e incluidos, y mucho más temerosa de los cambios que entonces, porque viene de frustrarse con el cambio.
¿Aún así hay espacio para el optimismo, podemos esperar que el albertismo se revele como una suerte de neomenemismo y ofrezca algo parecido, un remedo siquiera, del impulso modernizador que vivimos, para sorpresa de unos y otros, a partir de 1989? Imaginemos a Wado de Pedro haciendo las veces de José Luis Manzano, y a Santiago Cafiero las de Carlos Corach. No hay que descartarlo, pero aún en el mejor de los casos será un menemismo de baja intensidad.