La derecha boliviana propició, con la complicidad de las Fuerzas Armadas y policiales, un golpe de Estado contra Evo Morales. El mejor presidente de la historia de Bolivia forzó su candidatura a una re-reelección desconociendo un referéndum popular y los límites de la Constitución Nacional y luego se impuso en elecciones cuestionadas por organismos internacionales, precipitando una crisis político institucional. Las dos cosas son ciertas. Condenar enérgicamente el golpe cívico militar en ese país y la complicidad de grupos económicos y del gobierno norteamericano (Donald Trump lo aplaudió públicamente), no inhibe la posibilidad de cuestionar la manera en que Morales condujo el proceso político boliviano en los últimos años. Quedarse con una parte del relato –algo habitual en los militantes– es contradictorio con el periodismo.
Evo Morales llegó a la presidencia en 2006 provocando un quiebre histórico. Un país con dos terceras partes de su población de origen indígena al fin era representado por un miembro de una de sus comunidades. “Es la mejor noticia para el continente en 500 años”, lo sintetizó Lula.
Ni los más optimistas imaginaron lo que se lograría bajo su gestión. En términos económicos la administración del MAS, caracterizada por el pragmatismo, tuvo resultados extraordinarios. En el gobierno de Morales se nacionalizaron los hidrocarburos, el país no paró de crecer, bajó la pobreza a la mitad, aumentó el empleo, se distribuyó mejor el ingreso, se ampliaron derechos, hubo más salud y mejor educación. La sanción de una nueva Constitución consolidó un Estado Plurinacional y el Congreso se abrió a referentes de los pueblos originarios y a dirigentes campesinos y obreros. El proceso fue celebrado por dirigentes de izquierda de todo el mundo y por organismos internacionales como el FMI.
Evo Morales fue reelecto en 2009. Una amplia mayoría lo volvió a consagrar en 2013. La gran popularidad le permitió imponer que su segundo mandato fuese considerado el primero porque era post la nueva Constitución Plurinacional. En 2014 logró el 63 por ciento de los votos. Cuando todo indicaba que debería dedicar parte de su tiempo a preparar a algún cuadro del MAS para el desafío de disputar la presidencia, Evo llamó a un referéndum nacional para modificar el artículo que le impedía una nueva reelección. Se consideró a sí mismo imprescindible. En su entorno lo alentaron. En febrero de 2016 más de la mitad de los bolivianos votó por el No a un nuevo mandato. Entre ellos antiguos aliados indígenas, obreros y campesinos.
Los sucesos recientes son más conocidos: un tribunal Constitucional, con miembros cercanos al Ejecutivo, lo volvió a habilitar para competir. Las elecciones fueron impugnadas después que el escrutinio provisorio se suspendió de manera sospechosa cuando la diferencia no aseguraba todavía un triunfo en primera vuelta. Morales se proclamó ganador y comenzaron las protestas callejeras de la oposición. El domingo pasado después de un crítico informe de la OEA sobre los comicios, el Presidente llamó a nuevas elecciones y como las protestas no cesaron y se hicieron más virulentas, presentó su renuncia para evitar los enfrentamientos y la persecución contra sus seguidores.
En las redes sociales –el territorio predilecto de los convencidos y los iracundos– me dijeron que mencionar los errores y la actitud de Evo en medio de un golpe militar era una suerte de herejía. No estoy de acuerdo. Creo que es periodismo. Explicar por qué pasan las cosas que pasan es parte esencial de mi trabajo.
Imposible saber si la dramática situación que vive Bolivia se podría haber evitado si Morales aceptaba los límites que le imponía la Constitución que él mismo impulsó. Imposible saber qué hubiese pasado si, por ejemplo, apoyaba a otro dirigente de su sector para pelear por su sucesión, pero no narrar el camino que lo condujo hasta aquí sería una omisión injustificable. Hay quienes piensan que las fuerzas que rechazan cualquier cambio que modifique el status quo colonial hubiesen impulsado, tarde o termprano, alguna variante autoritaria.
Desde el domingo pasado planean sobre Bolivia los peores fantasmas del pasado. La imagen del líder ultraderechista Luis Fernando Camacho irrumpiendo en la Casa de Gobierno con una biblia y la bandera nacional sintetizan mejor que nada el riesgo de un retroceso brutal. Bolivia es un país laico y con garantías expresas para profesar cualquier religión. En especial las relacionadas a la Pachamama. El líder cruceño plantea una suerte de sociedad “feliz” con supremacía blanca y católica. No descarta la violencia para lograr su cometido.
En tanto, en una actitud vergonzosa, el Gobierno de Mauricio Macri se negó a calificar de golpe de Estado al golpe de Estado. Es difícil nombrar de otra manera a un Jefe del Ejército que le pide a un Presidente en ejercicio, que renuncie. Los principales dirigentes del radicalismo salieron a despegarse del bochorno. La decisión de Macri revela hasta qué punto el doble estándar de algunos líderes continentales puede invocar aventuras militares que parecían enterradas. Repudiar las movidas autoritarias sólo si la víctima coincide con la ideología propia es suicida. Pocos escapan a esa lógica perversa. Los gobiernos de la región renunciaron a la posibilidad de ser garantes de la democracia y la paz. Por este camino “es seguro que habrá más penas y olvido”.