El gabinete que finalmente anunció Alberto Fernández, develando un misterio que ya no era tal hace varios días, tiene dos componentes, uno político y otro económico.
En el político prima el kirchnerismo más puro y duro, condimentado con pequeñas dosis de albertismo.
Wado de Pedro, ministro del Interior, es la pieza que faltaba en el plan de reunificación peronista que vienen administrando los Kirchner desde el Congreso, hay que decir, con indiscutible eficacia: lograron en poco tiempo algo hasta hace poco impensable y que no existía desde los años noventa, reunir a casi todos los peronistas en bloques monolíticos detrás de una conducción única.
Una buena noticia para el sistema político argentino, que necesita partidos fuertes y poner coto a la fragmentación; pero mala para Alberto, pues volvió inviable su pretensión y la de los gobernadores de rehacer algo que también funcionaba en los noventa: la mesa federal entre nación y provincias. Sin esa instancia no habrá disputa posible por el liderazgo peronista, que quedará en las férreas manos de la señora vice por bastante tiempo. ¡¡¡Y Alberto pensaba que iba a jubilarla fácil y rápido, qué iluso!!!
El control del Ministerio del Interior por parte de La Cámpora completa la tarea que vienen realizando desde el Senado y Diputados la Madre y el Hijo, por lo que Wado vendría a ser algo así como el Espíritu Santo, un broche de oro para supervisar la circulación del poder territorial, sin necesidad de intervención del presidente. A lo que cabe agregar otro dato significativo en el frente federal del nuevo gabinete: Manzur perdió un segundo alfil en Agricultura, después de haber sido expulsado de Salud.
Existe la expectativa de que si a Alberto le va bien con la economía esta situación podría cambiar. Pero para que esa tesis tenga chance haría falta una recuperación económica espectacular, y que Cristina vuelva a hacer todo mal, como hasta 2017. Demasiadas ilusiones para aspirantes a la renovación que si lo que tienen para mostrar como "nuevo" es Manzur y su caudillaje apenas menos autoritario y feudal que el de los Insfrán y Zamora, la verdad es que tienen un problema puertas adentro, no sólo con Cristina: combinan muy mal en la poción que quieren vender las dosis respectivas de esperanza e innovación.
El ala política se completa con un batallón bien nutrido de promotores del relato K y de la impunidad de sus líderes. Sabina Frederic, Elizabeth Gómez Alcorta, Tristán Bauer, no se ahorró nada el nuevo Presidente a la hora de asegurar que desde el Estado se machaque a partir del 10 de diciembre con el argumento de que el gobierno nacional y popular ha vuelto para rescatar al país del desastre, desastre dentro del cual un capítulo importante le correspondería a las investigaciones sobre corrupción, lo peor de lo peor de la llamada “tierra arrasada”. Como dice ocurrentemente el grupo de intelectuales autodenominado Fragata Argentina, sobre la ley del arrepentido, “una excusa para intimidar a la oposición”, un arma “para debilitar la democracia”. Argumento que les vendrá bien a los operadores judiciales que Alberto prometió que no iba a querer ya nunca más a su lado, pero que distribuyó en áreas importantes del gabinete, ahí están Marcela Losardo, Julio Vitobello y el propio de Pedro para demostrarlo, y con el que se podrán abocar a partir del martes próximo a “arrasar” en la práctica con el trabajo hecho en la última década por los jueces independientes.
Para el mundo al revés que nos anticipa este kirchnerismo recargado desplegado en los cargos políticos del gabinete, satisfacer el ansia de impunidad de su líder e inspiradora es, claro, condición sine qua non para avanzar detrás de cualquier otra meta. Nada se va a lograr en el país si Cristina no es declarada inocente de culpa y cargo en toda acusación en su contra. Con lo que ese ansia se nos revela como la clave de bóveda también de la reunificación partidaria finamente tejida en las últimas semanas: finalmente no es para otra cosa que para lograr esta egoísta y autoritaria misión, complemento de la tarea que según la señora ya habría realizado en ese sentido “la historia”, que se montó tan ambicioso plan político y se recompuso la disciplina de su partido.
¿Podría funcionar más o menos razonablemente un gobierno que se propone una meta como esta, no sólo objetable en términos morales y republicanos, sino encima tan difícil de alcanzar en la práctica y tan a contramano de lo que ha venido sucediendo en el país y la región al menos en la última década? Esta es la paradoja en la que se ha internado el peronismo a raíz del apuro por ocupar el vacío dejado por Macri. Habrá que ver si logra salir de ella bien parado. Y si la sociedad lo acompaña cuando ponga en acción sus “efectividades conducentes”, o considera que le están pidiendo demasiado y llevando demasiado para atrás en el tiempo.
En el segundo componente del gabinete, el económico, son más importantes las ausencias que las presencias: finalmente no están Roberto Lavagna ni Guillermo Nielsen, ni Martín Redrado, sólo el núcleo original del Grupo Callao, que ha fracasado redondamente en la primera misión importante que Alberto le asignó, incorporar a figuras de más peso que sus integrantes iniciales para enfrentar con mejores chances la crisis que azota la economía argentina también desde hace una década.
El por qué de este fracaso es uno de los episodios más interesantes de la transición que está por concluir y vale la pena detenerse a analizarlo. ¿Por qué fue que Nielsen llegó a estar casi confirmado, se lo invitó a armar su equipo, incluso distribuyó los ravioles del ministerio entre sus elegidos y empezó a negociar con los acreedores, y de pronto fue expulsado sin contemplaciones?
Hay dos explicaciones posibles, a cual más preocupante. Están los que dicen que lo vetó Cristina. Su plan de estabilización y la idea de una reestructuración rápida de la deuda, garantizando a los acreedores que cobrarían si no todo casi todo lo adeudado, habrían sonado demasiado ortodoxos para sus oídos, y peligrosos no sólo para su idea de lo que debe ser el FdeT como continuación del FPV, sino para el ejercicio de su autoridad en él. Habría querido dejarle en claro a Alberto los límites de su tolerancia y la distribución de autoridad entre ellos en un terreno en que se definen finalmente nada menos que las alianzas locales e internacionales del nuevo grupo gobernante. Y así como hizo con su apuesta federal, le cortó las alas a la aspiración de autonomía del presidente, antes de empezar.
Si fue esto lo que sucedió sería muy preocupante, porque revelaría que ni siquiera en el área decisiva para la suerte de la nueva gestión, y esencial para construir autoridad presidencial, el manejo económico, Alberto tiene poder de decisión real, y encima no hay realmente acuerdo entre los dos integrantes de la fórmula en el rumbo que convendría tomar. El internismo y el manejo prudente de la economía no se llevan nunca bien. Menos todavía en momentos de grandes urgencias y escasez de recursos.
Pero puede que esa explicación sea parcial o directamente falsa, y las cosas sean aún peores. Es probable que tampoco Alberto se entusiasmara con la idea de empezar su mandato con un plan de ajuste y estabilización y una renegociación rápida con el FMI que lo avalara: iba a ser visto por la sociedad -y sobre todo por sus votantes- como el continuador de Macri, o un retoño tardío de Menem, y no es la forma en que deseaba empezar su paso protagónico por el poder. Tal vez no tanto por rechazo ideológico a esos antecedentes como por una evaluación pesimista (¿o realista?) de las posibilidades que por esa vía se le abrirían: ese curso era políticamente viable si le permitía lograr, como sucedió con Menem en 1991, una más bien rápida recuperación económica, tras un año más o menos duro; hubiera podido llegar a 2021 con una situación mejor que la inicial y desmintiendo las críticas internas al comienzo inevitables; entendió, puede que con algo de razón, que eso era improbable, que el ajuste se iba a prolongar, entre otras cosas porque tampoco tenía posibilidades de hacer aprobar rápido reformas que lo acortaran, y se jugó entonces a una fórmula en principio menos conflictiva, y sobre todo más útil para marcar una tajante diferencia con Macri, un shock reactivador para una economía postrada.
De hecho, hemos visto en las últimas semanas que es de su boca, no de la de Cristina, ni de la de Kicillof, que brotan las diatribas más entusiastas contra el Fondo, contra la idea de renegociar amigablemente, que al principio había él mismo promovido, y a favor de dejar de pagar hasta que “la Argentina haya vuelto a crecer”, y mientras tanto aplicar el plan verano a full, “poniéndole plata en el bolsillo a los argentinos”. Puede concluirse sin exagerar que lo más importante para Alberto es empezar cumpliendo su promesa de dar un giro de 180 grados respecto a la gestión económica previa, y mostrarle a sus votantes que hablaba en serio en la campaña cuando decía que Macri había hecho todo mal, le dejaba cenizas y nada más que mentiras.
Si es así, cabe concluir también que Alberto se juega más que la buena o mala relación con Cristina en el éxito de las medidas iniciales de reactivación. Si no le va bien va a ser difícil imaginarlo haciendo a mitad de mandato lo que no quiso hacer al comienzo. Se volvería entonces sí una reedición o continuación de Macri, pero no por los motivos que ahora teme, sino por haber pecado una vez más de exceso de optimismo y voluntarismo, un virus conocido por los presidentes argentinos, que les hace creer que la política puede moldear la economía a voluntad.