Ganar tiempo es la frase que resume este febril primer mes de Alberto Fernández al frente de un país bajo el ataque de una crisis económica y social sólo superada desde el inicio del siglo por la debacle del 2001/2002.
"El país está parado", es la frase que resumió durante el año 2019 lo que pasó en la Argentina: la repetían comerciantes, industriales, buscadores de empleo y quienes aún tenía la suerte de tener uno.
"No puedo, el país está parado", soltaban los empleadores cuando se les solicitaba un aumento para paliar en parte una inflación que hizo estragos en la pirámide social.
La devaluación de la moneda y la escalada de precios, que dejó 55% de inflación el año pasado, sumergió en la pobreza a casi cuatro de cada diez argentinos.
Pero sobre todo arrasó con una generación de niños y adolescentes, un sector donde los pobres rondan el 60% y se cuentan de a millones.
"Tenemos que hacer algo porque con esta alimentación estamos fabricando una generación de chicos petisos y gorditos", grafica el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo.
Suena a discriminación, pero nada está más lejos de su intención al pronunciar esa frase.
El problema no es estético: "Petisos y gorditos" refleja una forma de alimentarse en la cual faltan proteínas y sobran carbohidratos, porque son más económicos y es lo poco que pueden adquirir las familias que han quedado abandonadas a la vera de una ruta que en la Argentina parece siempre no conducir a ningún lado.
Es altísima la responsabilidad que tiene por delante el Gobierno: el principal desafío es la lucha contra el hambre, lo cual pretende encarar con la tarjeta Alimentaria, el aumento solidario de principios de año y la renovación de Precios Cuidados y Ahora 12.
Pero enseguida aparece la necesidad de volver a encender el motor de la producción, casi absurdamente dejada de lado por la política económica aplicada durante cuatro años por Mauricio Macri.
Algún día el ex presidente deberá explicar cómo no pudo ver que dejándole el camino libre a la usura de las tasas al 100% estaba condenando a la Argentina y a sus 45 millones de habitantes al lugar más bajo de la pirámide económica mundial.
¿Fue ingenuidad o impericia dejar en manos de tecnócratas casi todos los resortes económicos y financieros, para permitir que el capital hiciera lo que mejor sabe: engullir la riqueza de los países en beneficio de una minoría?
La orgía financiera propiciada por Macri hizo que el dólar subiese 62% en un año y que se fugaran reservas por US$ 20.713 millones en 2019, toda la plata que el FMI le prestó a la Argentina en ese período.
Cómo salir de ese aquellarre de especulación es el gran desafío que tiene por delante este gobierno.
La estrategia aparece clara, aunque no tanto sus chances de éxito: pacto social para equilibrar precios y salarios; $ 100.000 millones al consumo casi en forma directa; privilegiar a las pymes del comercio y la industria como sujeto de crédito; y plantear una renegociación realista a los acreedores.
Mientras tanto, congelar todos los precios regulados: tarifas de gas, electricidad y agua; desde combustibles hasta peajes, desde boletos de tren hasta colectivos.
Llevar algo de oxígeno en la primera mitad del 2020 para ver si el enfermo terminal logra el milagro y empieza a dar señales de recuperación.
Hacia fines de marzo, el equipo económico conducido por Martín Guzmán intentará cerrar una renegociación de deuda que tiene dos ejes: patear los vencimientos para mucho más adelante (4 años en el caso de los bonistas y 10 en el del FMI), y reducir las tasa de usura de los intereses.
El Ministerio de Economía recibió esta semana propuestas de renegociación de bancos de Estados Unidos y Europa, y de firmas que pretenden actuar como asesoras.
Son compañías con vasta experiencia en el diseño de canjes de deuda, como Newstate, Guggenheim, PJT y Rothschild.
Esas firmas pretenderían utilizar el canje de la deuda de Ucrania del 2015 como caso testigo para la Argentina.
La estrategia sería apelar a la denominada "Solicitud de Consentimiento": buscar el voto de los acreedores con bonos argentinos para que acepten cambiar los términos de esos títulos, respetando las mayorías contempladas en cada serie por la existencia de las cláusulas de acción colectiva.
La propuesta bajaría mucho los costos de un canje lanzado por la Argentina pero tiene un punto en contra: le quita jugosas ganancias a los bancos, que suelen llevarse millonarias comisiones en operaciones de renegociación de deuda.
Esto debería ser visto como una virtud, si no fuese porque son los mismos bancos los que, una vez superada la crisis de deuda, deberían volver a prestarle al país.
Joseph Stiglitz, el premio de nobel de economía, es uno de los hombres que conoce este tema a fondo, aboga por la Argentina, apadrina al ministro Guzmán y no casualmente viene a quedarse en la Argentina una larga temporada.
Enterado de estos tira y aflojes, Guzmán aconsejó a Fernández lo que el presidente finalmente hizo: arrancar la negociación desde la posición más fuerte posible, y garantizar un superávit fiscal primario gracias a la ley de emergencia.
La robustez del ajuste -ronda los US$ 6.000 millones- aprobado por el Congreso en tiempo récord fue del agrado de los mercados, que casi no pararon de subir desde que asumió el nuevo gobierno, y lo hubiesen seguido haciendo si a Donald Trump no se le ocurría liquidar al principal jefe militar de Irán.
Ahora, el mundo ingresó en una nueva zozobra y está algunos pasos más cerca de una guerra, de imprevisibles consecuencias, en la que la Argentina y su intento de renegociar la deuda pueden terminar siendo un daño colateral.
Antes del ataque en Bagdad, el gobierno de Trump le había advertido a Alberto Fernández su molestia con la decisión de darle refugio al boliviano Evo Morales e invitar a un alto jerarca del gobierno de Nicolás Maduro al acto de asunción del 10 de diciembre.
Trump hace y deshace en el FMI, y ese dato no debería ser menor para un gobierno que intenta renegociar el pago de US$ 44.000 millones.
La renegociación de deuda externa a nivel Nación no es el único problema: las obligaciones de la provincia de Buenos Aires ascienden a US$ 8.000 millones, casi lo mismo que todo el resto de las provincias.
En enero los vencimientos llegan a los US$ 700 millones y, aunque esta semana sea aprobada la ley Impositiva, Axel Kicillof no tiene los fondos para afrontar semejantes pagos.
Combatir la corrupción
Existe una cuestión de fondo, si es que la Argentina se vuelve a reencauzar y logra recuperar el crecimiento.
Es un tema que a los argentinos históricamente pareció interesarles poco, a tal punto que algunos llegaron a convencerse de que no había otra alternativa que tolerar la frase "roban pero hacen", casi un manual para analizar a los gobiernos peronistas a lo largo de la historia.
Alberto Fernández tiene la obligación de impedir que los mismos que se robaron la plata del pueblo argentino durante los gobiernos kirchneristas, cuando los precios de la soja volaban y parecía que la Argentina podría crecer al 10% anual por varias décadas, vuelvan a pegar manotazos de sanguijuelas como durante una de las décadas de mayor corrupción en la historia argentina.
El problema para el presidente es que mientras buena parte de esos descalabros se producían, él era jefe de Gabinete.
Lo fue entre mayo de 2003 y el 2008, cuando se fue del gobierno y estuvo una década denunciando lo que supuestamente no pudo ver mientras ocupaba un lugar central -casi de vicepresidente- durante todo el gobierno de Néstor Kirchner y el arranque del primer mandato de Cristina Fernández.
La plata de la corrupción circulaba de a millones, tantos que ni se contaba, ya que se había ideado una forma más rápida, que era pesarla, a pocos metros de la Casa Rosada, en la órbita de las obras públicas.
No hay prueba alguna de que alguno de esos millones haya pasado por las manos del ahora presidente.
Pero siempre quedará el interrogante de cómo un jefe de Gabinete que conocía sobre todos los temas de gobierno, no pudo saber nada del contubernio entre funcionarios y empresarios para meterle la mano en el bolsillo a los argentinos en forma descarada.
El 26 de agosto de 2016, le preguntaron en TN al hoy presidente: "¿Nunca se dio cuenta de que Néstor y Cristina Kirchner fueron corruptos?".
La respuesta del ex jefe de Gabinete fue un contundente "No", pero enseguida amplió: "Para mí, todo esto fue un gran desconsuelo, un desencanto. Hubiera querido que nada de todo esto ocurra. Muchos piensan que un jefe de Gabinete es sabedor de todo lo que ocurre. Y no es así".
De admitir que Cristina Kirchner había cometido actos de corrupción a tenerla como vicepresidenta y colmarla de elogios hay un salto enorme.
Alberto Fernández dio mil explicaciones sobre estos giros, pero la duda sobre lo que ocurrió tal vez quede para siempre. También su daño institucional en potencia. José Calero