La renuncia de Evo Morales fue la consecuencia directa de una crisis provocada por el entonces jefe de estado boliviano, a partir de un intento de fraude que fue desbaratado por la ciudadanía movilizada, y por la oportuna intervención de los organismos internacionales. Antes de dejar su cargo, Evo había intentado una nueva convocatoria a elecciones, pero los manifestantes que masivamente ocupaban las calles entendieron, lógicamente, que bajo el mismo régimen no estaban dadas las garantías para llevar adelante un nuevo comicio. Así, la policía se negó a reprimir las movilizaciones, y el ejército sugirió a Evo –en cumplimiento de una facultad legal que le asiste, de asesorar en casos de conflictos internos- que renunciara, como salida a un enfrentamiento que ya había desbordado la institucionalidad.
En Argentina, lo ocurrido fue visto por muchos como un golpe de Estado. Que lo haya visto así el kirchnerismo no sorprende. Porque los soldados del pingüino siempre ven golpe cuando los damnificados son sus amigos: Evo lo era y lo sigue siendo. Vio golpe cuando fue destituido constitucionalmente el presidente, obispo y macho alfa paraguayo, Fernando Lugo. ¿Por qué no habría de ver un golpe en el caso que nos ocupa?
Lo que sí llamó la atención fue que la Unión Cívica Radical, un partido nacido en la lucha armada (cívico-militar) contra el fraude, calificara de golpe lo ocurrido en Bolivia y saliera a sostener a Evo. La dirigencia radical –casi completa- decidió bancar, no sólo a un político fraudulento, sino a un dictador que desoyó al pueblo, cuando le negó una reforma constitucional ideada para su reelección, invocando el “derecho humano” a ser reelegido.
Leandro N. Alem, el fundador del radicalismo y revolucionario contra el fraude, sostuvo alguna vez que “El Ejército está constituido para defender las leyes y las instituciones, no para servir de pedestal a las tiranías”. Y está claro que el ejército boliviano, sin salirse un ápice de la legalidad, tuvo, en este caso, mayor apego a esta idea de Alem que la dirigencia de la UCR.
Una forma de explicar esta actitud de la dirigencia radical es que se trató de una sobreactuación. Tomaron un caso de alto impacto mediático –y cero costo político- para ratificar –de alguna manera- la histórica impronta de partido defensor de la institucionalidad.
Ahora bien, ¿por qué la dirigencia de un Partido que tiene como gran aporte a nuestro país la defensa de la democracia republicana, necesitaría sobreactuar en esa materia? Muy sencillo: porque en los últimos años la UCR hizo silencio en cuestiones de institucionalidad. Y si bien el gobierno de Cambiemos fue sensiblemente mejor en este aspecto que el kirchnerismo, cierto es también que equivocó el rumbo varias veces. Más aún, en uno de los errores más graves de Macri, que fue la designación de dos jueces de la Corte por decreto, Ernesto Sanz brindó un apoyo explícito a esa errada decisión, mientras Lilita Carrió se opuso. El resultado fue que el gobierno terminó dando marcha atrás sobre ese tema, pero no a instancias del partido de las instituciones, que se circunscribió a un rol de aplaudidor de aciertos y desatinos de Macri.
En pleno gobierno de Macri, Carrió defendía la institucionalidad denunciando a funcionarios macristas y cuestionando decisiones lesivas de la calidad institucional. ¿Y la UCR qué hacía? Miraba para otro lado y reincorporaba a sus filas a uno de los denunciados, Daniel Angelici, que terminó dejando el PRO para volver a su partido de origen, junto con todos sus amigos.
En definitiva, durante la etapa del gobierno de Cambiemos, la histórica bandera radical de la defensa de las instituciones quedó en manos de Carrió. Salvo algunas honrosas excepciones, como la tarea de Gerardo Morales, devolviendo la paz y la república a Jujuy, la UCR se limitó a cuestionar algún que otro aumento de tarifas.
Ahora bien, en una clara muestra de que no actúa como piensa, la dirigencia de la UCR arrancó la semana pidiendo la expulsión de Evo Morales del territorio argentino, fundando su decisión en dichos subversivos del ex mandatario boliviano. Concretamente, Evo había propuesto la creación de milicias populares para recuperar el poder. Sin lugar a dudas, una nueva sobreactuación de la dirigencia radical, que trajo más de un cortocircuito interno.
La fundamentación jurídica que hizo pública la UCR para expulsar a Evo no era correcta. Porque no hay norma alguna que impida a Evo hacer declaraciones políticas. Esas normas de conducta debió haberlas fijado el gobierno, cuando decidió proteger al ex Presidente boliviano en nuestro país. Y no lo hizo.
Lo increíble es que esta nueva sobreactuación de la dirigencia radical no fue coherente con la anterior. En efecto, si como sostuvieron, oportunamente, Evo fue víctima de un golpe, ¿por qué cuestionarle que quiera recuperar el poder? Alem organizó un movimiento cívico militar porque el régimen conservador hacía fraude. Siguiendo esa lógica, ¿qué impediría a Evo un movimiento similar contra un gobierno de facto?
¿Será que en realidad no están muy seguros de que haya habido un golpe?
El motivo para expulsar a Evo no es jurídico. Es político. Se trata de no avalar el fraude en la región, se trata de que un dirigente autoritario no utilice a nuestro país como base de operaciones para hostigar al actual gobierno de Bolivia. Se trata, en definitiva, de ser consecuentes con los principios republicanos y democráticos, y de que dichos principios no estén sujetos a declaraciones espasmódicas, oportunistas y marketineras.
Hacia el fin de esta semana, Evo Morales pidió disculpas por sus dichos, y la UCR avisó que su proyecto, en el que solicitaba la expulsión del ex mandatario boliviano, había quedado congelado. Fin.