Lo primero que se advierte, apenas iniciada la emergencia, es algo que en verdad ya sabíamos, pero siempre es bueno tener presente: ¡Qué difícil es gobernar a los argentinos! Se vio en el éxodo a la playa y las conductas a veces violentas con que muchos rechazaron la recomendación no punitiva de aislarse.
Íbamos camino a Italia, no a Corea del Sur ni a Alemania, no alcanzaban las recomendaciones ni los llamados a la responsabilidad, ni siquiera la censura social. Hizo falta una prohibición general de circular, que por suerte se adoptó más rápido que en Italia. Y que aún hay que ver si alcanza: nunca vi tanta gente junta paseando a sus perros, dándoles muy extensos paseos; ¿dónde mete la gente toda la comida, el papel higiénico y el alcohol que está comprando?; menos razonables aún resultan las salidas a hacer compras varias veces al día.
Hay quienes van más allá de la obvia conclusión de que “somos hijos del rigor”, y sugieren que nuestra sociedad podrá sacar una muy necesaria y oportuna lección de esta experiencia: como ya en otras ocasiones nos sucedió, necesitamos grandes calamidades, o al menos asomarnos al abismo, el temor de sufrir grandes calamidades, para tomar conciencia de los problemas que enfrentamos y de la necesidad de actuar juntos, cooperar y obedecer las reglas para lidiar con ellos.
Seguramente en todo el mundo se están produciendo cambios que moldearán formas de convivencia y relaciones entre los estados y sus sociedades bastante distintas a las que hasta aquí conocimos. Pero para un país como el nuestro, tan necesitado de cooperar para lograr metas valiosas para todos, incluso metas muy básicas como evitar miles de muertes, puede que el cambio “para bien” sea más significativo que en otros, y pesen más que los cambios “para mal”.
Hasta ahí las reflexiones y augurios optimistas pueden ser más o menos razonables. Pero hay quienes van más allá, cuyo entusiasmo con la emergencia y la cuarentena es del todo irracional y tan peligroso como el mismo contagio. Pues esperan que ellas les den una validez imbatible a argumentos que, mientras rigió una mínima normalidad, apenas si podían convencer a unos pocos, y solo a medias.
Muchos festejan que nos unimos como nunca antes, que surgió de nuestro interior un pleno sentido de pertenencia, que por fin superamos nuestras diferencias y somos una nación. Y hay bastante de exageración en todo esto, porque si lo logramos es porque ya antes éramos una nación y pertenecíamos a una comunidad, por debajo de las diferencias de opinión que podíamos tener sobre infinidad de asuntos.
Pero en algunas de esas invocaciones a la unidad lo que hay es más que exageración: es pura y simple mala intención. Pues lo que se están queriendo decir es que el pluralismo es nuestra desgracia, que como nos parecemos tanto a Italia nos convendría imitar a China; y que dado que no podemos hacerle la guerra a nadie para unirnos como “pueblo”, tenemos que aprovechar la suerte de enfrentar esta pandemia, una suerte de subterfugio para lograr ese clima “nacional y unánime” que las guerras suelen producir.
Algunos incluso han planteado una analogía complicada con Malvinas: la que enfrentamos vendría a ser una gesta malvinera pero mejorada, con gobierno legítimo (y “popular” agregan) y sin riesgo de ser derrotados, porque a la corta o a la larga el virus va a ser dominado; y ese sería el momento de ilustrar lo que con Malvinas habríamos aprendido a medias y mal, que en lo que realmente importa todos los buenos argentinos tenemos que estar de acuerdo. Porque en aquello que no estamos de acuerdo o no se juega nada relevante o se trata de asuntos mal planteados, con la aviesa intención de dividirnos.
Si la polarización política y el mismo pluralismo parecen quedar suspendidos por un hecho tan contundente y dramático como esta emergencia, ¿significa que son “artificios”?, ¿qué son menos reales, necesarios o útiles que otros hechos sociales? Eventos dramáticos como una pandemia, o una guerra, pueden ponerlos en suspenso, lo estamos viendo. El Estado que nos unifica y organiza como comunidad en esas situaciones excepcionales se revela como el último recurso o “hecho” que nos mantiene en pie, el que puede preservar el orden y nuestras vidas en la emergencia. Pero de ahí a considerar que todas las demás formas de nuestra convivencia son o innecesarias o directamente inconvenientes hay una gran distancia. Que es ignorada por quienes añoran volver a en ese estadio básico y primitivo de la convivencia social y mantenernos en él.
Sucede simplemente que en la emergencia somos solo personas asustadas que buscan sobrevivir. Algo muy fácil de generalizar y uniformar. Pero eso pasará, con suerte sucederá rápido. Y cuando haya pasado recordaremos que no era lo mejor que nos podía pasar, y que no hay por qué seguir viviendo “como en la emergencia”.
Es cierto que los países capaces de recordar cómo se movilizaron para hacer la guerra, porque lo hicieron hace no demasiado tiempo, o lo que lo siguen haciendo, tienen una experiencia y gimnasia colectivas que pueden prepararlos mejor para movilizarse ahora para contener los contagios. Pero sería ridículo desear tener la guerra presente para contar con esa experiencia.
También es cierto que la emergencia revela lo necesario que es contar con un Estado suficientemente fuerte para proveernos bienes públicos esenciales, salud, seguridad, incluso subsistencia en caso de necesidad. Porque si todo lo demás falla o se detiene, va a ser el único que va a poder seguir proveyendo, además de esos bienes, dinero para comprar comida. Pero no significa eso que es bueno y nos va a convenir seguir dependiendo del Estado para sobrevivir.
Visto así el problema, cabe concluir lo contrario de lo que se quiere enseñar desde el unanimismo: si el precio para suprimir transitoriamente las diferencias de opinión es semejante crisis, menos mal que esto no pasa todos los días, menos mal que podíamos vivir y que vamos a volver a vivir en una “normalidad” en que discutimos y nos peleamos por muchas cosas pero es posible andar más o menos tranquilos por la calle, trabajar y estudiar medianamente en paz sin temer una enfermedad grave o la muerte.
La emergencia también nos enseña, entonces, lo estrechamente vinculados que están la salud del Estado y la del pluralismo: que nuestra vida libre de amenazas mortales es posible gracias a esos dos “hechos” conjugados, y que precisamente cuando somos libres de expresar y vivir nuestras diferencias contamos con una comunidad más sólida, más valiosa y disfrutable.