Hay dudas sobre cómo terminará el tira y afloje entre el gobierno y los bonistas bajo ley extranjera. La distancia entre el recorte y postergación de pagos que pretende el primero y lo que estarían dispuestos a aceptar los segundos no es, en verdad, tan grande: según quien haga la cuenta se dice que habría que corregir la oferta para arriba, o para abajo las expectativas de cobro, entre 5 y 10%.
No parece algo imposible de acomodar. Pero la opción alternativa, ir al default, podría ser tentadora para ambos si el otro no afloja. Y el modo de proceder del gobierno argentino introduce aún más dudas en la ecuación. Así que la negociación que acaba de empezar será difícil, y tiene final incierto.
Los bonistas, si aceptan lo que se les propone, no cobrarían un peso por los próximos tres años. Así que podrían hacer la cuenta de que un juicio, que tal vez tarde lo mismo en resolverse, les brindaría a la postre un mejor resultado. Ya ese dilema lo experimentaron varias veces frente a gobiernos argentinos de similar composición, la última vez en 2014, e ir a los tribunales siempre les rindió.
Además, tienen los antecedentes de lo sucedido con los bonos que tanto el gobierno nacional como el bonaerense amenazaron con no pagar meses atrás, porque decían que era imposible hacerlo. Y al final, terminaron abonando hasta la última moneda. No son buenos antecedentes para la pretensión de Martín Guzmán de hacer de su nueva oferta un “tómalo o déjalo”.
Se suma la desconfianza extra que les genera un gobierno que dice que todo va a andar bien dentro de 3 o 4 años si se le disculpa de pagar durante ese lapso, pero no explica cómo va a aprovechar ese tiempo para resolver los problemas económicos del país, que por lo que se desprende de su manejo hasta aquí de la pandemia, tienen muchas más chances de agravarse sensiblemente, al menos por unos años. ¿Para qué esperar si las chances de estar frente a un problema parecido o peor que el actual luego del período de gracia son altas?
Así, sea por un cálculo sobre las ventajas de no acordar, sea por uno sobre la dudosa voluntad de la contraparte argentina de provocar realmente una ruptura, a los bonistas les conviene exigir bastante más de lo que se les ofrece, y esperar a ver qué pasa; que sea el gobierno el que ceda, o el que rompa.
El gobierno, por su parte, cree que aunque acuerde no va a conseguir financiamiento barato por bastante tiempo en los mercados voluntarios, sobre todo en los externos. Y puede creer también que, dado el considerable superávit comercial con que contará este año (se estima en más de 17.000 millones de dólares), que seguro se reducirá en los años siguientes, aunque tardaría en desaparecer, tampoco le resultaría tan necesario ese acceso a los mercados. Así que, ¿para qué pagar por reconciliarse con ellos? De nuevo, se escucha su grito de guerra: ¡vivamos con lo nuestro!
Uno podría pensar que debería razonar exactamente al revés: ¿por qué no arreglar con los acreedores en los términos más amistosos que le sea posible, y dejar el tema atrás? Si divisas para pagar sus compromisos igual no le van a faltar, no va a a ser ese, al menos, su mayor dolor de cabeza para lo que le queda de mandato.
Pero bueno, eso mismo se preguntaban muchos economistas en 2003, 2005 y en lo que siguió, ¿para qué ser tan mezquino con los acreedores, si lo que se gana por ese lado es menos de lo que se pierde por no acceder a bajas tasas en la toma de nuevas deudas? Algunos se lo siguen preguntando. Y se preguntan si lo que está haciendo el presidente en estos momentos no es fruto, finalmente, de su obsesión por “repetir el 2003”. Y es por eso que no lo asusta tanto caer en default, al menos con parte de los acreedores.
En un sentido más amplio, es indudable que pesa, y mucho, la política doméstica: es en su terreno donde se va a resolver, bien o mal, la reestructuración de la deuda. Así que conviene prestarle la debida atención al modo en que ella está condicionando la negociación, y cómo puede hacerlo en adelante, según los intereses y las decisiones de los distintos actores involucrados. Cuyas disposiciones se entienden mejor, además, si consideramos de dónde vienen, su historia.
Alberto Fernández, durante la etapa de formación de su gobierno, es decir antes de la pandemia, fue evolucionando en una dirección contraria a la que ahora, en medio del derrumbe que ella está causando, resultaría más lógico adoptar: se endureció cada vez más. Pasó de sugerir una salida a la uruguaya, gestionada por una figura más o menos confiable para los acreedores, como Guillermo Nielsen o Martín Redrado, a convencerse de que por esa vía iba a dar continuidad a las políticas de ajuste de Macri, y como había sido electo para evitar el ajuste, si quería convertirse en jefe efectivo de su coalición, debía ser lo más duro posible en ese terreno. Así que, con el impulso de Cristina y su mentor intelectual en estos menesteres, Joseph Stiglitz, reclutó a Guzmán. La negociación sería cualquier cosa menos amistosa, y no habría ajuste. El problema fue que, mientras Guzmán hacía sus números, apareció el coronavirus. Y todo cambió. Salvo Guzmán.
La pandemia empezó a hacer de modo brutal y desordenado el ajuste que se quería evitar. Y todo indica que terminará siendo uno mucho más destructivo que el que Macri había tratado de administrar moderadamente en el tiempo, e incluso más que el que se desató cuando la situación escapó de su control, desde 2018: se derrumba la actividad, los salarios se pulverizan, el desempleo escala y la devaluación del peso se acelera. Solo se salvan, por ahora, algunas actividades exportadoras. Finalmente, si algo seguirá demandando el mundo va a ser comida, así que la capacidad de producirla y exportarla puede que sea la única que nos mantenga al resto mínimamente a flote.
¿Qué hizo Alberto?
Hizo bien en cambiar rápido de opinión sobre el desafío sanitario que traía consigo el virus. Y eso le proporcionó una popularidad y una ventaja política sobre el resto de los actores, propios y ajenos, que no había logrado con su triunfo electoral. Pero no cambió, al menos hasta ahora y en la misma medida, su estrategia política y económica. Algo que va a necesitar si pretende que perduren y se consoliden aquellas ventajas.
Porque lo fundamental que cambió es que ya no tiene sentido proponerse como norte de su gobierno “evitar el ajuste neoliberal”. Un ajuste mucho más dramático se está imponiendo espontáneamente, por la propia dinámica de la pandemia a nivel global, y de forma indirecta por la cuarentena que él mismo impuso en el país. Así que lo que debe evitar, ahora, es que la destrucción de empresas y empleo se propague sin límite, el drama social conduzca a un estallido, y la inflación se convierta en híper. Más o menos, Menem de 1989, nada que ver con Néstor de 2003.
Enfrenta además un escenario en que los costos que hacían para su coalición inviables reformas promercado como la laboral y la previsional se están pagando y de sobra con el estallido del mercado de trabajo y el derrumbe de la recaudación. Y esos costos van a seguir creciendo si se sigue dejando que cada sector de actividad, las provincias o los jueces resuelvan por su cuenta nuevas reglas de juego en la materia, o mantener las viejas.
Algo similar a lo que sucederá con otros gastos del Estado, en particular los salarios de todos los niveles de administración, si no este año, el próximo. ¿Se acuerda alguien de las paritarias, de la ley de emergencia que frenó la movilidad jubilatoria? ¿Y cómo y cuándo cree el gobierno que se van a retomar esas discusiones?
Mientras tanto, cada dólar que Alberto pueda conseguir tendrá enorme valor para morigerar esos costos y alimentar una pronta recuperación. Que debe ser previa a las próximas elecciones si no quiere que ellas entierren su efímera popularidad.
No van a alcanzarle los que pueda proveer, así como están las cosas, el agro. Va a necesitar estimular todo lo posible la inversión y las exportaciones. Y no le va a alcanzar con postergar pagos de la deuda preexistente. Necesitaría contraer más deuda, tomar todo el crédito que esté disponible, sea en organismos multilaterales o en los mercados. Si no lo hace lo más probable es que sea recordado como “el presidente de la cuarentena”, pero no como el “de la recuperación”, y no sea reelecto.
Inversamente, sus competidores en el frente interno, y en particular Cristina, tienen muchos más motivos que antes para radicalizarse, es decir, seguir el camino del endurecimiento que habían compartido con Fernández hasta la aparición del virus.
Para la expresidenta, ya lo están mostrando las encuestas, la creciente popularidad de Alberto produce una hemorragia en la propia, que no había sufrido en cambio en la elección, ni en los primeros meses de gobierno. En pocas palabras, la pandemia la está poniendo peligrosamente cerca de la jubilación.
Esto podría ser un problema pasajero si la crisis fuera larga, y si se ratifica ahora un rumbo del que ella siga siendo la fuente de inspiración. Pero su rol como líder espiritual del peronismo corre el riesgo de evaporarse del todo, en cambio, si el presidente lograse una pronta recuperación económica, y más todavía si la lograse reconciliado con los actores productivos locales, y con la economía mundial.
Así puestas las cosas, se entiende lo decisivo que puede volverse el comportamiento de Guzmán como mediador: ¿él velará por los intereses de quien lo designó en el cargo o de sus inspiradores? Un “error de cálculo” de su parte respecto a los márgenes de negociación puede llevar a una ruptura. Que tal vez no sea tan mala noticia para el ministro como para su jefe inmediato. Inversamente, un entendimiento sobre sus intereses comunes de más largo plazo entre los bonistas, los bancos y el presidente podría evitar que esos “errores” se cometan y facilitar el acercamiento de las respectivas posiciones.