El retiro de la Oficina Anticorrupción como querellante y agente impulsor de las causas por corrupción abiertas en la Justicia contra Cristina Kirchner y sus hijos, constituye un hecho repugnante que debería concitar el repudio de todo el país honesto y honrado que gana su dinero trabajando y no robándole al pueblo.
La decisión impulsada por una directiva del presidente Fernández -luego de su reunión de más de tres hora a solas con la vicepresidente en Olivos la semana pasada- tuvo como agente ejecutor a Felix Crous, un marxista que llegó a la OA por su infiltración en el kirchnerismo cristinista (porque si se presentara a cara descubierta frente a la sociedad con sus ideas sobre la mesa, andaría juntando cartones por la calle) y que confesó abiertamente (obviamente ya desde su seguro puesto en el Estado) que su idea madre es el comunismo.
Este copamiento de las más altas instituciones de la república por personajes que pretenden consagrar el robo del Tesoro Público y la instauración de una dictadura socialista que confisque los derechos civiles y las libertades individuales, debe ser detenido con el esfuerzo consciente de la Argentina sana que no puede permitir que el país sea arrasado por un absolutismo atroz.
Obviamente, desde el lado del gobierno de Fernández, esta es una prueba más de que el presidente es un agente ejecutor de un plan de impunidad y de avasallamiento a la libertad y al equilibrio de los poderes que, de esta manera, pierde una herramienta fundamental para averiguar la verdad y poner a los responsables del robo público más grande de la historia del país entre rejas.
Es penoso que el presidente se preste a esto. Algunos, aturdidos por los desaciertos del gobierno de Mauricio Macri, creyeron la fábula vendida por Cristina Elisabet Fernández de que ella se retiraba a un segundo plano para permitir la llegada de una versión civilizada del experimento kirchnerista. Obviamente semejante burdez solo pudo haber sido creída por gente desesperada.
El caso es oportuno también para volver a confirmar la extrema obviedad que guía la mayoría de los escenarios del país.
En efecto, solamente la existencia de esa forma etérea de la fe que se llama “esperanza” pudo haber llevado a la mente de la franja de la sociedad que terminó inclinando la elección por siete puntos porcentuales (2 millones de votos) la idea de que Alberto Fernández llegaba para hacer algo diferente a lo que la Argentina ya conocía del kirchnerismo.
Si bien de esos 2 millones de votos, un millón y medio provino de La Matanza, un distrito cuya mente promedio ha sido destruida por el machaque peronista de los últimos 70 años, no hay dudas que hubo una parte de la sociedad que creyó en la “máscara de Fernández” y supuso que la comandante del Calafate se retiraba de las decisiones pesadas del gobierno. Fue la “teoría Bárbaro” que enarboló públicamente el referente histórico del peronismo y que hoy debería estar obligándolo a preguntarse cuánta proporción del daño que vemos concretado hoy se debe a su constante prédica en aquel sentido.
Pensar en el “retiro” de Cristina Fernández era simplemente utópico. Es más, estoy seguro que aspira a volver a ser presidente una vez que termine este interregno que ha tenido que soportar obligadamente, entre otras cosas, para usar al mascarón de proa que eligió como ariete para limpiar todas las causas judiciales que tiene abiertas, ella y su familia, por la astronómica defraudación que perpetraron.
Es lo que estamos presenciando ahora delante de nuestros ojos: el desarme prolijo de todos los procesos por corrupción y la progresiva suelta de ladrones que recuperan increíblemente su libertad ante la parte de la sociedad que esperaba, por primera vez en la historia, que quien las hizo las pagara.
Y esa es, en alguna medida, una forma de mensurar el crimen de Macri, que por sus errores económicos y por falta de audacia, desperdició una oportunidad enorme para desmembrar el fascismo.
Pero también es una forma de esperanza: aún con los tremendos errores no forzados de Cambiemos, esa fórmula obtuvo el 41% de los votos. Esa base de honestidad y de exigencia de transparencia en el gobierno debe movilizarse para impedir el avance de la impunidad y la consagración del robo.
Si esa parte de la sociedad no hace algo el robo quedará consagrado y sus protagonistas impunes.
“¿Qué puedo hacer yo?” es la típica pregunta que surge en la gente de buena fe cuando cualquiera propone “hagamos algo”. Con el país entero en prisión domiciliaria, la empresa resulta aún más difícil. Por eso la ofensiva cristinista quiere aprovechar todo el tiempo que le regale la pandemia: es increíble la fortuna (nunca mejor empleada la palabra que en este caso) con la que la providencia ha bendecido al mal: si algo necesitaba el fascismo ladrón era la profundización de una “emergencia social”… Hasta esa suerte han tenido.
Son muchas las iniciativas tecnológicas disponibles para hacer escuchar nuestra vos, desde el típico sitio Change.org hasta las múltiples viralizaciones privadas. Pero el fascismo cristinista no se parará con eso, lamentablemente.
Quedan dos opciones: o una alternativa de hierro para el presidente a quien, desde el punto de vista económico, no le quede más alternativa dentro de unos meses que cortar con el comunismo que invade su gobierno desde las trincheras cristinistas; o la invasión a Juntos por el Cambio de una corriente libertaria que apele al caudal electoral de esa corriente, pero que la disponga para llevar adelante una reforma alberdiana que devuelva el país a la decencia, al trabajo honrado y al crecimiento económico.